domingo, 16 de marzo de 2008

Lost in a riddle de Porlospelos

Vigésimo relato recibido
Título: Lost in a riddle
Autor: Porlospelos

Lost in a riddle

Obsérvala.
La respiración es pausada, rítmica. Los ojos, cerrados. Los músculos, relajados.
Duerme.
La noche es oscura y silenciosa. La urbe parece, si no muerta, al menos si aletargada.
No es más que una pose, por supuesto. Un tiempo más tarde, siempre uno demasiado exiguo, claramente insuficiente, todo cambia.
Suena el despertador. Abre los ojos, no recuerda que ha soñado. Inspira profundamente, lo aguanta un instante, y deja que degenere en un suspiro. ---Venga, a correr---
Apaga el despertador y enciende la lámpara de la mesilla. Se desliza fuera de la tibieza del edredón y enfila directa hacia la ducha.
Es el chorro de agua el que le devuelve la energía, y le hace cambiar de marcha. Una vez aseada, va a la cocina y prepara el desayuno. Leche, fruta, cereales, y el omnipresente café. Mira el reloj. Es la hora. Va al cuarto de los niños y les despierta sin demasiadas contemplaciones. Nacho ya es mayor, y se levanta obedientemente. Lucía es otro cantar. La mitad de los días se despierta gritando a pleno pulmón “Que no quierooooo, que noooooo, que no quiero ir al coleeeeeeee”
Hoy es uno de los buenos días. Mejor para todos. De vuelta en su cuarto, Ignacio apenas si se ha rebullido en la cama, y se halla acurrucado bajo el nórdico
---¡Si serás mamón!---
-Vas tarde. Le dice, mientras le arranca el edredón despiadadamente.
Veinte minutos más tarde, no sabe bien como, están saliendo por la puerta con los niños, todos limpios, vestidos y desayunados. A ella le toca dejarlos en el cole, tiene más libertad de horarios.
Apenas han hablado desde que se levantaron, mientras el se aleja hacia su coche y ella va montando a los niños, le dice unas palabras cariñosas:
-Recuerda que hoy tienes que recogerlos tú. Yo por la tarde tengo que hacer una visita al nuevo almacén para enseñarles el producto, a ver si logro que empiecen pidiendo una obra con nuestro material. Te quiero, cuídate. Un beso.
De camino al colegio, va haciendo la cuenta de cabeza de las tareas pendientes para el día. Por la mañana, reunión con el director de zona, ---tienes un ceda el paso--- fijar los objetivos de este año, rendir cuentas de cómo fue el año pasado, ---¿No ves que se ha puesto verde? ¡Avanza de una vez!---hablar de los descuentos para los distintos almacenes ---Se cierra, ¡se cierra!, ámbar, ¡¡acelero!!---

Ni siquiera ve la bici hasta que la tiene encima. Clava el freno, y el coche responde de maravilla. Nacho suelta un grito, y Lucía se pone a aullar. Cambia de dirección un poco, y casi logra esquivarle. De hecho apenas le toca, pero basta para desequilibrarle. Le observa mientras cae al suelo, es arrastrado por la inercia y se golpea, para colmo de males, con el poste de protección del paso de cebra.
Salta fuera del coche como un resorte, ¿Estas bien, Dios mío, estás bien? ---Dime algo, di lo que sea, contesta--- Lo siento, lo siento muchísimo, no te he visto. ---¿No se ha dado en la cabeza, verdad? ¿No ha sido en la cabeza, no? Sangra, Dios mío, está sangrando---
El muchacho se pone en pie, cuidadosamente. Los pocos viandantes se acercan, y empiezan a formar un corrillo cuchicheante. Se queda quieto mientras se echa un buen vistazo, como comprobando el alcance de los daños. Tiene los vaqueros destrozados, la rodilla y la mano izquierda despellejadas y sangrantes.
-Hay que joderse. Precisamente hoy, que voy tarde a un examen.
Coge la bicicleta, que parece mejor parada que él, y sin más charla, se monta en ella, y se pone a pedalear, alejándose.

Le observa, incrédula. Se queda petrificada unos instantes, no sabe cuantos, pero un aullido estridente le acaba sacando de su estupor. Es Lucía, que sigue gritando. Mira a su alrededor, el corrillo cuchicheante ha crecido y lanza alguna mirada reprobatoria. Lentamente, vuelve al coche, se sienta, cierra la puerta, se pone el cinturón.
Durante un instante, no sabe exactamente que hacer. En ese momento, su mirada recae sobre el reloj del salpicadero, y se da cuenta de que ha perdido un tiempo precioso.

miércoles, 12 de marzo de 2008

El día de la liberación por Radical Bookcrossing

Decimonoveno relato recibido
Título: El día de la liberación
Autor: Radical Bookcrossing


  • ¡¡¡ESE HIJO DE PERRA HA PUESTO LOS LIBROS PERDIDOS DE SANGRE!!!

  • ¡Jajaja!, el cabrón quería quitártelos, ¿eh, Jose?, ¿no podía esperar a llegar a la plaza? allí habrá muchos más, ¿eh?. ¡Jajajaja!-. Ben se ríe tanto que tropieza, pero consigue no caer y siguen avanzando deprisa, hacia la plaza, empujando los carros cargados de libros.

  • Quería quitármelos, pero no ha podido- muestra un puño ensangrentado y lo aprieta, con una mueca-. ¡Dios! Todavía duele, no debí haberle dado tan fuerte, de todas formas ya llegaban los guardias. Esos sí le estarán dando una buena paliza.

  • En comparación lo tuyo le parecerá que fueron caricias, Jose, te lo digo yo- se oyen gritos, la gente les adelanta, corriendo hacia la plaza, las calles cada vez están más concurridas.

  • No entiendo porqué todavía hay quienes no colaboran con nosotros, yo creo que nos merecemos un mejor trato los que trabajamos para organizar todo esto.

  • Tienes razón, llevamos un año liados buscando libros, almacenándolos y registrándolos uno por uno. Hemos conseguido involucrar a un montón de instituciones, y no ha sido fácil, en muchas, antes de empezar a negociar, nos miraban como si fuéramos una panda de locos fanáticos.

  • ¡Qué rabia me da!- Jose escupe a un lado y aprieta el paso-. Hemos conseguido libros en los desvanes de nuestras familias y amigos, ¡en sus casas no hacían ningún bien a nadie! ¿no?. Hemos limpiado un montón de bibliotecas y librerías de todos los libros que allí no querían ni ver. Nosotros nos ocupamos de sacarlos a la calle y todavía hay gente que en lugar de colaborar nos pone trabas.

  • ¿No comprenden que esto nos beneficia a todos?

  • No, no lo comprenden- llegan a la plaza, el griterío es ensordecedor, no cabe un alfiler pero al verles llegar se forma un pasillo para que puedan pasar hasta el centro, donde ya hay, perfectamente colocados uno junto a otro, cientos de libros viejos. Jose y Ben añaden su carga. Eran los últimos, es la hora, la turba lo celebra con el tremendo bramido de un furioso monstruo de mil cabezas.

Y empieza La Liberación: En un instante, al rugido de la turba se une el formidable fragor del fuego, devorando papel, abrasando con su calor a la plebe furibunda, ascendiendo hacia las estrellas, brillando con un fulgor irresistible.

  • ¡Qué hermoso, Jose!, ha merecido la pena, por fin libres, de la Blasfemia.

lunes, 10 de marzo de 2008

Historia de amor por Modern Love

Decimoctavo relato recibido
Título: Historia de amor
Autor: Modern Love


HISTORIA DE AMOR

La nena estaba sola en casa, leyendo. El loco estaba en una rave, bailándose el mundo. A la nena los dolores le empezaron a la media noche, punzantes, aniquiladores; mientras tanto el loco se sacudía por otros estertores.

Exactamente doce horas antes a la nena la habían llamado por teléfono para darle una de esas noticias de mierda que nadie quiere recibir: el ex estaba en coma desde hacía un par de días, una sobredosis. Al principio la nena protagonizó una fantasía histérica, después se drogó y durmió buena parte del día, se drogó de nuevo y se puso a leer.

Al loco con el que vivía ahora lo había conocido poco tiempo atrás, empezaron compartiendo el piso, terminaron compartiéndolo todo.

Esa noche la nena no tenía ganas de hacer nada, el loco la besó en la boca antes de salir y le dijo: lo siento muchísimo nena, créeme, pero no puedo quedarme y verte así. Ella sabía que era cierto y cuando él por fin se fue, se sintió aliviada.

Cada vez que el loco saltaba, tratando de fundirse con una luz púrpura, a la nenita se le retorcían las tripas, estaba acurrucada en la cama incapaz de moverse; el loco convulsionaba de éxtasis; la nena trataba de gritar, pero el dolor la asfixiaba; el loco gritaba enloquecido, desintegrándose los pulmones con cada exhalación.

De pronto, faltando cinco para la una, el teléfono empezó a sonar, si tan sólo pudiera alcanzarlo, pensaba la nena. Pero no lo lograba, después de un rato se activo la contestadora: O estamos ocupados o no estamos, habla después del bip. Bip. Hola bonita, no llores más él está bien, se acaba de despertar. Todavía no ha recobrado por completo la consciencia, pero el doc dice que va a salir de ésta. Te queremos.

Bueno por el gato, pero ¿y ella qué? Ella se moría de dolor, desangrándose. El loco seguía bailando como loco, otra pepa, la música lo estaba matando.

A la una y media el teléfono volvió a sonar, ésta vez la nena, reuniendo todo lo que se parecía a su fuerza, alargó un último brazo salvaje y lo contestó: Ayuda, necesito ayuda.

Era la bruja, una amiga de la casa. Tranqui nena ¿qué te pasa? Hasta la voz le dolía. Bruja, no sé, me estoy muriendo, ayúdame, hay sangre por todas partes.

La bruja tiró el teléfono al piso, se vistió como pudo y salió a coger un taxi, desde el móvil pidió una ambulancia

El loco la estaba pasando de puta madre, era cierto que le hacía falta su nenita, pero era una necesidad dulce que no le hacía daño. Tu eres mi ángel ¿lo sabías? Qué buena fiesta, las sensaciones del loco se movían en perfecta sincronía, se sentía inmortal.

Cuando la bruja llegó donde la nena la ambulancia estaba esperando, nadie atendía la puerta. La bruja abrió con sus llaves.

La nena estaba todavía en la cama, con el cuerpo contraído y la cara palidísima, temblando como un reflejo sobre el charco de sangre. La bruja supo que seguía viva y respiró por primera vez en mil años. Se la llevaron al hospital y tuvieron que hacerle una cirugía de emergencia. Los médicos la salvaron a ella, pero el bebé estaba muerto, trece semanas tenía.

La bruja fue quien se lo dijo, no habría permitido que nadie más lo hiciera. La nena se quedó callada, la anestesia la tenía volando todavía. El loco empezaba a aterrizar, hora de volver a casa. Al revisar el móvil leyó el mensaje de la bruja: la nena esta mala, loco, estamos en el hospital central, vuela.

Voló. Eran la diez de la mañana cuando le permitieron verla, parecía una niña pequeña metida entre la bata rosada, con el pelo enmarcándole su mejor ángulo.

Loco, estaba embarazada. Tranquila nena, lo importante es que estas bien. Pero es que yo no lo sabía, no lo sabía loco. No llores nenita que te tienes que aliviar pronto. El gato esta vivo, esa sólo era su cuarta vida, loco, el hijo de puta tiene buena suerte. Todo bien, nena, todo bien. Yo estaba embarazada. Si. Y no lo sabía. No. Ni siquiera sé si el niño era tuyo, loco, o del gato.

En todas las historias de amor hay siempre una nena, un loco, una bruja y un gato.

La nena es linda y despistada. El loco es flaco y sabe tocar el piano. La bruja es maternal y poderosa. El gato es rápido y habla muy bien.

La nena está enamorada del loco y del gato. El loco adora a la nena, desea a la bruja y detesta al gato. La bruja se muere por la nena y se divierte con el gato. El gato los mira de lejos.

A veces el gato gana la guerra, que pelea sólo para no aburrirse, y se queda con la nena por un rato, pero el loco es persistente, y flaco. La bruja los calma a todos, la nena los pone nerviosos.

El gato camina por los tejados. El loco baila. La bruja prepara los tragos. La nena sonríe. Al final el loco recupera la cordura y se larga, la nena cae para siempre en las garras del gato, la bruja hechiza a la nena. El gato le hace el amor a la bruja. Todos felices.

viernes, 7 de marzo de 2008

Estígia por Almudeno

Decimoséptimo relato recibido

Título: Estígia
Autor: Almudeno

Estígia


Na Calístide, la de les brunes trenes, donava l’esquena a la foscor del mar, indistingible del cel, a la negror profunda de la que arribava el suau i incansable soroll de l’arrossec d’ossos de mariners ofegats. Sense atrevir-se a mirar l’abisme, la jove desitjava que una cega onada pugés amunt i se l’endugués a l’Hades, on vagaria eternament, refusant fins i tot les ofrenes dels herois arribats a la fosca Estigia. Tanta era la seva desgràcia i el desig de fugir del vergonyós destí, la necesitat de cobrir-se sencera amb una túnica negra que la tapés de cap a peus.


La bella Calístide reposava en un setial de pedra d’esquenes a l’aigua, l’únic dempeus dels tres que antigament envoltaven l’oracle. Dalt el cel brillaven els estels, llunyans i daurats, insensibles a les glopades de marinada que agitava sense pietat roba i cabells de la noia.


Repassant la tèbia pedra amb els dits, la vestal mirava terra endins, esperant la brisa seca que l’acompanyava cada nit. Ja feia setmanes que defugia l’eixordador cant dels ocells, l’anguniós tracte amb les persones, i l’eixuta llum del dia, que mostrava la seva vergonya creixent.


La jove Calístide revivia el fat de Calisto, la caçadora d’Artemisa, i ho sabia, i es negava a acceptar el destí. Per això cada vespre s’asseia vora l’antic oracle, i, quan acumulava prou braó, s’hi apropava i deixava que les forces tel·lúriques l’entravessessin, submergint-la en un estat pesat i dens, de sensacions fredes com ganivets, enganxoses i marejants, que sempre li donava la mateixa resposta.


Odiava la Calisto, la de les brunes trenes odiava profundament la nimfa que li havia concedit nom i fat, quan el seu pare mirà el firmament nocturn i cregué que ella havia nascut per a redimir l’antiga deshonra. En realitat es repetia el destí, i la ment li embogia. “Calla boja, calla meuca”, li deien, quan preguntava per l’amat i la seva sort.


Com mil anys abans, i mil anys després també ho farien, dalt el cel brillaven els estels, aliens a la desgràcia, bressolats per la remor del mar fins que el món deixés de ser món, fins que la última dona restés eixorca i l’últim homes morís en combat. Na Calístide repassava amb els dits la pedra i imaginava que alguna dona, en un moment indeterminat del futur, a plena llum del dia, faria el mateix gest, potser amb la mirada serena, qui sap si també colgada sota la túnica negra de la disort, i pensaria en ella, i l’estimaria. I aquell miratge de comprensió la confortava dins la terrible solitud, en somiar que, abandonada dels Déus, si més no tenia una amiga.


ESTIGIA


Calístide, la de oscuras trenzas, daba la espalda al sombrío mar, indistinguible del cielo, a la negrura profunda de la que llegaba el suave e incansable murmullo del rozar de huesos de marinos ahogados. Sin atreverse a mirar al abismo, la joven deseaba que una ciega ola se levantara y la arrastrase al Hades, donde vagaría eternamente, rechazando incluso las ofrendas de los héroes llegados a la oscura Estigia. Tanta era su desgracia y el deseo de huir del vergonzoso destino, la necesidad de cubrirse por entero, de cabeza a pies, con una túnica negra.


La bella Calístide reposaba en un sitial de piedra de espaldas al agua, el único en pie de los tres que antiguamente rodeaban el oráculo. Arriba, en el cielo, brillaban las estrellas, lejanas y doradas, insensibles al viento marino que agitaba sin piedad la ropa y el cabello de la muchacha.


Repasando la tibia piedra con los dedos, la vestal miraba tierra adentro, esperando la seca brisa que la acompañaba cada noche. Hacía semanas que huía del estridente canto de los pájaros, del angustioso trato de los hombres, de la despiadada luz del día que mostraba su vergüenza creciente.


La joven Calístide revivía el hado de Calisto, la cazadora de Artemisa, y lo sabía, y se negaba a aceptar el destino. Por eso, al anochecer, se sentaba junto al antiguo oráculo, y, cuando reunía suficiente coraje, se acercaba y dejaba que las fuerzas telúricas la atravesaran, la sumergieran en un estado pesado y denso, de sensaciones frías como cuchillos, engañosas y aturdidoras, y siempre obtenía la misma respuesta.


Odiaba a Calisto, la de las trenzas oscuras odiaba profundamente a la ninfa que le había concedido nombre y hado, cuando su padre miró el firmamento nocturno y creyó que ella había nacido para redimir la antigua deshonra. En realidad, se repetía el destino, y su mente enloquecía. “Calla, loca, calla, ramera”, le decían, cuando preguntaba por el amado y su suerte.


Como hicieron mil años antes, y como harían mil años después, en lo alto brillaban las estrellas, ajenas a la desgracia, mecidas por el rumor del mar hasta que el mundo deje de ser mundo, hasta que la última mujer quede estéril y el último hombre muera en combate. Calístide repasaba con los dedos la piedra e imaginaba que alguna mujer, en un momento indeterminado del futuro, a plena luz del día, haría el mismo gesto, tal vez con la mirada serena, quién sabe si enterrada también bajo la túnica negra de la desdicha, y pensaría en ella, y la amaría. Y aquel espejismo de comprensión la confortaba en su terrible soledad, y le hacía soñar que, abandonada por los dioses, al menos tenía una amiga.


jueves, 6 de marzo de 2008

Real Sitio por María de las Mercedes

Décimosexto relato recibido

Título: Real Sitio
Autor: María de las Mercedes


REAL SITIO


Una mañana, te despiertas y no estás en tu habitación. Desde luego que no. Ésta es tan grande que toda tu casa cabría en ella. Los techos, decorados con frescos y guirnaldas, se pierden en la suave semipenumbra, muy arriba. Notas el crujido de las sábanas almidonadas al incorporarte, la frescura de algodón que te recuerda la infancia. Tus manos rozan una pesada colcha de seda púrpura.

Te levantas, y tus pies se hunden en la alfombra. Frente a ti, un enorme espejo, con un imponente marco dorado, te devuelve tu mirada perpleja. Un escritorio con la tapa de marquetería te observa desde un rincón, pero no te das cuenta porque estás buscando otra cosa. ¿Dónde estará el baño? Reparas, por fin, en una puerta medio disimulada tras una cortina de terciopelo. Sí, es un baño, antiguo pero en buen uso. Una vez resuelto tu problema más acuciante, echas un vistazo. Casi te da risa la enorme bañera, con sus patas de bronce simulando garras. Luego, te lavas las manos y te echas agua en la cara, buscando espabilarte un poco.

Al volver a la habitación, oyes un agradable tintineo: Sobre una cómoda, un reloj canta la hora. Dos ninfas doradas y desnudas hacen compañía a la esfera, rodeándola con sus brazos. Pasas suavemente el dedo por las delicadas curvas. Son las ocho. Suerte que haya un reloj, porque tú no lo llevas; de hecho, nunca lo llevas.

Entre los postigos de madera del ventanal, se filtra la claridad del día. Los abres, y te encuentras ante una plaza que no conoces. Una plaza enorme, espléndida, adornada con jardines clásicos bien cuidados, limitada por hermosos edificios. Te fijas en la estatua ecuestre que ocupa el centro, custodiada por cuatro leones. Notas, con disgusto, el gesto imperioso del brazo del jinete, que te da la espalda, detalle que agradeces. Su fea cara, sin duda, te habría estropeado el panorama, el trajín de primera hora de la mañana, que se despliega como un espectáculo en tu honor: niños camino del colegio, de la mano de sus padres; gente que marcha deprisa hacia el trabajo; algún jardinero podando los setos de boj; turistas madrugadores fotografiándolo todo. Te llama la atención un muchacho, con un libro en la mano, que se dirige a la estatua. Llega hasta el pie de uno de los leones, deja el libro oculto entre su trasero y el pedestal, y se marcha. Tu asombro crece cuando, un instante después, observas a una mujer que, tras mirar a su alrededor con disimulo, se acerca y rescata el libro de su escondite. La ves alejarse, con paso ágil en que te parece adivinar un aire de triunfo.

Decididamente, hay gente para todo. Te encoges de hombros y piensas que ya es hora de ver qué hay más allá de la puerta de la habitación. Sales, en pijama, y te encuentras en un amplio corredor alfombrado, con cuadros desde los que te observan personajes muy conscientes de su importancia. Sin hacerles caso, te diriges hacia el fondo, para encontrarte con una inmensa escalera monumental, inundada de luz del día. Bajas, sintiendo el frío del mármol en los pies. Estás pensando franquear la puerta de entrada y salir al sol de la plaza, cuando un olor de café recién hecho te hace cambiar de opinión. Siguiéndolo, tuerces por un corredor más estrecho, sin adornos, que termina en una puerta blanca abierta. Tras ella, descubres una enorme cocina, moderna y bien equipada. Encima de una mesa, está la cafetera humeante y una bandeja con tazas de porcelana. Llenas una, y el aroma se esparce a tu alrededor, haciendo más íntimo, más manejable, el espacio que te rodea. Te sientas a la mesa, disfrutando del silencio y el excelente café. Se te ocurre que sería bueno un cigarrito para acompañarlo, y eso que tú nunca fumas. Entonces, escuchas un llanto contenido, un sonido frágil, amortiguado por la distancia. Sales en su busca, hasta llegar a una puerta entornada. La empujas con suavidad, para no perturbar el llanto, que ahora se oye más nítido. La nueva estancia está decorada en colores suaves, parece la habitación de una niña. Frente a ti, sentada en una sillita, hay una muchacha. Va vestida con un complicado traje antiguo, cuyo escote hace que se te vaya la vista hacia los senos generosamente expuestos. Entre las manos, estruja un pañuelito de hilo. Piensas que es muy joven y muy bonita, lástima que esté tan triste.

Lástima, también, que su cabeza, con los graciosos bucles que rodean sus mejillas, y los bellos ojos azules llenos de lágrimas, esté separada del cuerpo, descansando en una bandeja de plata.

¿Quién dijo que fuera fácil hacer la cena? por un cocinero frustrado

Décimoquinto relato recibido
Título: ¿Quién dijo que fuera fácil hacer la cena?
Autor: Un cocinero frustrado


¿Quién dijo que fuera fácil hacer la cena?


Todo empezó una tarde cualquiera. Volvía del trabajo y recibí la llamada de mi mujer.
- Cariño, voy a llegar sobre las diez. No te preocupes por la comida, cuando llegue llamaremos para que nos la traigan.
Y el universo se compinchó en ese mismo instante para que tuviera aquel pensamiento que sería mi total perdición: ¡Le daría una sorpresa a mi mujer!
Sí, así, tan feliz y tan despreocupado empecé a pensar que podía hacerle de cena para asombrarla. El resto del camino a casa mi mente empezó a divagar sobre una larga lista de tiernos y sabrosos platos. Tenía que ser algo especial, de eso no tenía duda alguna. Algo que no olvidase jamás.
Lo primero que tengo que decir en mi defensa es que, excepto para ir a coger una cerveza en la nevera, nunca antes había pisado aquel inhóspito y desconocido territorio. Y no fuera porque no lo intentará pero la dueña y ama absoluta de la cocina me lo impedía. Mi mujer siempre me amenazaba cuando me veía aparecer por la puerta. ¿Y quién podía hacerle frente a una cuchara de madera? Yo no, por supuesto. Pero, ahora, ahí estaba, sin guardiana feroz que le protegiese. Podía entrar y ver que misterios se escondían en aquel lugar. Todo era tan nuevo y sorprendente que me quedé ensimismado durante un buen rato. Fue el gran reloj que había en una de las paredes el que me sacó del sueño. Ya había pasado una hora desde mi llegada y todavía no había empezado a hacer nada. Me dispuse a empezar. Repasé en mi mente los ingredientes de la cena. Sí, hay estaban todos… pero no estaban en la nevera, como desgraciadamente comprobé. De acuerdo, no preocuparse, podía escoger cualquier otra receta. Pero, ¿cuál? Mi mente se había quedado en blanco. Ya sé, ese libro que mi mujer suele consultar para hacer la comida. Decidido, buscaría algo en ese libro y lo cocinaría. Aunque… ¿dónde estaba? Fui abriendo uno por uno los armarios de la cocina. ¡Al fin!, ya lo logré encontrar. Lo abrí al azar, buscando alguna receta. Tenía que ser algo rápido y… fácil. Esto último lo descubrí cuando, tras leer la primera receta elegida, me dí cuenta de que sólo entendía una quinta parte del texto. ¿Qué sucedía? ¿Es que había que asistir a un curso especial para poder traducir aquellos vocablos tan extraños? Parecía escrito en otro idioma, quizás ni siquiera fuera de la tierra.
Al fin, tras muchos quebraderos de cabeza, dejé de pasar hojas y me concentré en la receta que acababa de encontrar: una tortilla de patatas. Si mi suegro sabía hacerlas no había motivo para que yo tuviera problemas. Primer error de la tarde: nunca confiarse.
Así pues, me propuse hacer, paso por paso, todo aquello que había escrito en el libro. Lo primero, pelar las patatas. De acuerdo, eso no era difícil, en la mili lo había hecho y no era muy complicado. Cuando más o menos pensé que tenía una buena cantidad leí el paso siguiente: “ponerlas en abundante aceite y freír a fuego medio hasta que estén doradas” Bien, no había mucho misterio. Esperar. Esperar. Esperar. Miré el reloj. No había tiempo. Seguro que no habría mucho problema en subir un poco la temperatura, ¿verdad? Segundo error de la tarde: siempre seguir las instrucciones, nunca improvisar.
Fui a preparar la mesa y en eso estaba cuando un cierto olor a algo extraño llegó a mí. Sí, os podéis imaginar que encontré cuando entré en la cocina: una gran y espesa cantidad de humo. Sin saber cómo, logré llegar a la sartén y rescatar una pequeña cantidad de trozos que no estaban, excesivamente, quemados. El resto, inmediatamente, fueron a parar a la basura. Volví a mirar el libro de recetas. “Batir los huevos y añadir las patatas” No parecía tan difícil… a priori. Pero entonces descubrí que los huevos son las cosas más frágiles que existen y que hay que tener mucho, excesivo, cuidado con su cáscara. No creo que sea conveniente encontrártela en la comida.
Llegué al último y definitivo punto en la receta. Bien, ya estaba por el final y eso era un gran logro. Deslicé con cuidado la mezcla en la sartén y dejé que empezara a cuajar. Esperé, esta vez sí, no fuera a suceder otro desastre. Cuando pensé que ya estaba, cogí un plato para darle la vuelta. Ese mismo gesto se lo había visto hacer a muchas personas, seguro que no era muy difícil… Sí, sucedió lo que imaginas. De repente el suelo se llenó de mi intento de tortilla. Levanté la visto de aquella extraña masa entre liquida y completamente sólida para mirar el reloj. Quince minutos. Todavía no sé como logré limpiar todo a tiempo, sin dejar absolutamente ni una pista de mi inútil y fugaz intrusión en la cocina. Sólo sé que, cuando mi mujer entró por la puerta, se encontró todo absolutamente perfecto, como si nada hubiera sucedido.
- ¿Todo bien cariño?
- Todo perfecto, ¿Qué quieres que pida de cena? – me preguntó desde su territorio, al cual había decidido no pasar nunca jamás.
- Creo que estaría bien comida china, ¿no crees?
- Yo había pensado en pedir una tortilla de patatas, me han hablado de un sitio que las sirven a domicilio y están muy buenas…
A buenas horas. En fin, tortilla de patata fue lo que cenamos, eso sí, para anotarme un tanto, debo decir que la mesa estaban muy bien decorada y con una par de velas brillando entre los dos. Algo era algo.