miércoles, 13 de febrero de 2008

El miedo por Fafnir

Quinto relato recibido
Autor: Fafnir

EL MIEDO

Cae la noche. Ella camina apresurada por la avenida solitaria. Sus pasos resuenan, inseguros, en el silencio. Vuelve atrás la cabeza varias veces. Nadie. Relucen las baldosas por la lluvia reciente. Sin saber cómo, se encuentra en un callejón. Edificios viejos a su alrededor, paredes con manchas de humedad, gorgoteo de cañerías. Se vuelve, fastidiada, para desandar el camino. Entonces, ve al hombre: una silueta recortada contra la claridad lejana de una farola, cerrándole el paso. Retrocede, negándose a aceptar el miedo, mientras él se aproxima, despacio. Ella ha llegado al fondo del callejón, un muro le impide seguir. Siente, confusamente, en la espalda, la humedad y el frío que traspasan su blusa. Una gota de agua cae en alguna parte, quizás dentro de su cabeza. Se queda mirando, sin reaccionar, el avance de él, sus pasos sobre las baldosas mojadas. Está ya tan cerca que puede sentir su aliento en la mejilla. Una mano en su muslo, subiéndole, sin ninguna prisa, la falda. Ella le mira sin verle. Siente el áspero contacto de la mano del hombre contra su piel desnuda, la presión de la otra mano, una garra que sujeta su hombro derecho. Sin demasiada fuerza, no es necesario: ella no va a moverse, no se mueve. Sólo se estremece cuando los dedos llegan a su vientre, lo acarician, mientras buscan, con tranquilidad de explorador, un camino bajo las bragas. La garra ahora le atenaza la garganta, pero ella sigue sin moverse. El avance se detiene, en un momento de indecisa extrañeza. Después, un jadeo, una risa ahogada, él se echa un poco hacia atrás, afloja levemente la presión. Ella comprende que está alargando el momento, disfrutando. Le mira de nuevo, la débil luz le permite ahora distinguir el brillo de un ojo de cristal. Entonces, se sacude, clava sus uñas en la garra sorprendida, libera su voz y su horror en un alarido. Las piernas dejan de sostenerla, resbala hasta el suelo, sin fuerza.

...Quizás ahora la realidad se quiebre en pedazos, para que ella salga de la charca de miedo en que se estaba ahogando, para que se despierte en su cama y recuerde, con una náusea, el ojo de cristal de su tío del pueblo, que la llevaba de paseo por el bosque cuando era niña. O quizás no, y todo siga siendo la noche, el callejón hediondo, la lluvia fina que empieza a caer, empapándole el pelo y los muslos desnudos, mezclándose con las lágrimas. Quizás las manos sigan ahí, obligándola, haciéndola suya, preparando el camino a lo que está por llegar...

Pero no las siente, ya no. Sólo un roce cuidadoso en el hombro. Grita de nuevo, se tapa la cara con los brazos. Desde muy lejos, una voz suave dice palabras tranquilizadoras. Se atreve a mirar. Agachado junto a ella, un muchacho muy joven, con un perro. Consigue calmarse un poco, explicar entre sollozos lo que le ha pasado, el hombre, aquí, en el callejón. El muchacho mira en torno. Hay desconcierto en su voz cuando pregunta. Sin comprender, ella sigue su mirada, hacia la amplia avenida que se extiende sin interrupciones, hacia las farolas que iluminan a trechos la llovizna.