viernes, 4 de diciembre de 2009

ADIEU

Visto el estado de marasmo absoluto en que está el foro Bookcrossing, he decidido mudarme a otro blog.

Éste queda a disposición de todos los BCerillos que quieran hacer alguna aportación (si es que alguien quiere, que parece que no).

Quien lo desee, no tiene más que escribirme un pm o bien un mensaje a lospapelesdebc@gmail.com y le paso la contraseña para que entre.

miércoles, 14 de octubre de 2009

SOBRE LOS GATOS




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Conviene aclarar desde el principio que, al decir gatos, no estamos refiriéndonos a los domésticos, esas encantadoras bolitas de pelo sedoso que se apoderan de los lugares más cálidos de la casa y ronronean cuando su amo les proporciona el alimento diario, estómagos agradecidos. Se han dado casos de que, en el colmo de la indignidad, alguno ha consentido incluso en ser bañado sin oponer resistencia.

No: estamos hablando de los verdaderos gatos, los callejeros, hijos de uniones apasionadas y urgentes, olvidadas en cuanto terminan. Ésos que no venden su alma al bienestar y prefieren andar por ahí, en busca de gatas, metiéndose en problemas y cubos de basura que, para ellos, significan libertad.

No es difícil ver algún ejemplar cerca de nuestras casas, observándolo todo con desconfianza, dispuesto a desaparecer en cuanto nos acerquemos. O tal vez no. Tal vez consienta en quedarse ahí, mirándonos de esa manera, portador de algún mensaje, como nos enseñó un buen conocedor de la especie; un mensaje que, por desgracia, no acertamos a descifrar.

No obstante, como son seductores por naturaleza, es fácil, o quizás inevitable, que caigamos ante el influjo de esa gracia un poco salvaje, más verdadera por no buscada. Respondemos, pues, al reto de su mirada, e intentamos (pero no es posible) comprender. Acercamos, entonces, la mano, ensayando un gesto de buena voluntad, el halago de unas cosquillas detrás de esas orejas alerta.

El gesto resulta forzosamente breve, porque de pronto notamos un escozor intenso en la mano, y cuando queremos darnos cuenta, él se ha alejado, soberbio, dejándonos un rastro de arañazos como recuerdo. Ofendidos, nos preguntamos cómo puede gustarnos un ser tan intratable.

Hasta que vemos que se ha detenido junto a un árbol cualquiera, vigilando a un gorrión que acaba de posarse en una rama. Se acerca despacio, alcanza el tronco en un salto ágil, leopardo fingido. No importa si el pájaro se ha marchado en cuanto le ha visto, él parece tan satisfecho como si verdaderamente le hubiera dado caza.

Y nosotros nos quedamos mirándole, riendo tal vez ante tanta gracia y tanto descaro, olvidados por completo del ligero malestar que sentimos en la mano arañada.




Maite Capón.






(Nota: Hay gatos que no saben que lo son)

viernes, 25 de septiembre de 2009

Mèxic màgic

Un camió de vaques que es dirigia a l’escorxador ha tingut un accident en una via ràpida de Mèxic Districte Federal. La porta del remolc s’ha obert i una de les vaques ha caigut i ha anat a parar a la via de sota (el camió era en una mena d’escalèxtric). La bèstia ha mort, però no ha provocat cap accident, segons m’expliquen una parella de mexicans, Jaime i Orlando, lectors d’aquest diari. Els fets provoquen la gran història que els explico a continuació: El poeta català que no se sent valorat és convidat a fer una xerrada a Mèxic Districte Federal. S’ha comprat uns texans de marca i una camisa (que li va llarga de mànigues) perquè hi va sense la dona i allà mai se sap... Aprofitant l’estada escriurà un poemari: Mèxic màgic. De seguida demana als dos lectors mexicans de l’Avui que el duguin a veure l’Orfeó Català. També demana de menjar cuina mexicana (però, això sí, que no piqui). Parla amb els amfitrions del poemari. “Es dirà Mèxic màgic perquè Mèxic és màgic... Hi passen coses inexplicables i extraordinàries”. Però els amfitrions no ho troben gaire bona idea. “Ja existeixen tot de poemaris que es diuen Mèxic màgic, li adverteixen. “Va venir un escriptor alemany, fa poc que en va fer un que es deia així. I hi ha tres autores italianes que també. A més a més, ja n’estem una mica cansats, que tothom ens trobi tan màgics. De màgics no en tenim res”. El poeta català es queda una mica moix, però no defalleix. Mèxic és màgic i és normal que els mexicans, tan màgics, estiguin cansats de ser màgics. Els dos lectors de l’Avui insisteixen mentre el passegen per la ciutat: “No hi ha fenòmens estranys a Mèxic, això queda per a les novel·les, no per a la vida real”. Però ell repeteix: “Mèxic és màgic”. I ells: “No és màgia. És deixadesa”. En aquell moment, del cel cau una vaca.

(Empar Molinar. Diari Avui, 25-9-09)

martes, 15 de septiembre de 2009

Viento en popa, a toda vela

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La muchacha llora, la cabeza baja, estrujando un pañuelo entre las manos. El capitán pirata Johan la contempla desde la puerta de la sala, preguntándose quién demonios será, y por qué ha ido a su casa. Cuando al fin entra, tiene el placer de ver su sobresalto de cervatilla asustada y la encantadora torpeza con que inicia el gesto de levantarse. Él le indica que no lo haga y se sienta junto a ella, preguntándole a qué debe tanto honor. Sólo después de muchos suspiros y mucho sonarse la nariz con energía, logra explicarle que está desesperada, que su amor, un soldado de poca monta, fue destinado hace unos meses a San Cristóbal de la Habana, y ella no puede comunicarse con él, su madre la vigila, no aprueba sus amores, y si no sabe nada de él, si no puede decirle que lo ama, se va a morir de pena sin ningún género de dudas.

Johan echa una mirada apreciativa a esa melena oscura, a esas pestañas húmedas de lágrimas y a esos hombros color canela oportunamente descubiertos por la blusa y piensa que sería una verdadero desperdicio que tal cosa aconteciera, así que le pregunta por qué ha acudido a él. Ella se suena los mocos de nuevo y le explica que es el único hombre que conoce capaz de socorrerla, lo que le deja intrigado, porque, en cambio, él no la conoce de nada: imposible que se le hubiera olvidado una mujer así. Ella le cuenta que su madre, Todoalda, fue su sirvienta hace años, y a veces la llevaba consigo cuando iba a hacer las faenas. Se hace la luz en el cerebro de Johan, que se queda estupefacto. ¿Es posible que aquella cría flacucha y enredadora, con los pelos de punta, se haya convertido en semejante belleza? Hace una apresurada acción de gracias al paso del tiempo y, solícito y buen estratega, se acerca un poco más a la muchacha, lo que le permite pasarle suavemente el brazo por los hombros.

-Ah, ya me acuerdo, tu eres, esto…

-Amaranta –suspira ella, sin aparentar molestarse por el contacto.

-Claro, Amaranta, eso es. Y dime, ¿en qué puedo ayudarte?

En realidad es muy sencillo, le dice. Sabe que él visita todos los puertos del Caribe haciendo sus negocios y le sería tan fácil llevar una carta a su amado Alonso… E incluso ‑parpadea con una dulce timidez que Johan juzga irresistible-, incluso, si no fuera mucha molestia, podría traerle su respuesta, si él todavía quiere escribirle.

La ominosa probabilidad de que no sea así hace que Amaranta rompa a llorar con desconsuelo otra vez, lo que anima a Johan a abrazarla más estrechamente. Ella apoya su cabeza en el hombro masculino, como sin darse cuenta. Él, en cambio, sí se da cuenta de las posibilidades que encierra la situación, así que dedica los siguientes minutos a calmarla con mucha suavidad y mucho miramiento para, al fin, asegurarle que sí, que llevará su carta al amado Alonso, cómo no. Ella cesa de llorar y sonríe ilusionada, lo que hace que Johan se aplauda mentalmente a sí mismo. Bien, querida niña, sólo quiero ponerte una condición, parece justo que tú también hagas algo por mí, ¿no es cierto? Amaranta, sin dudarlo, conviene en que es justo, su mamá le enseñó que había que ser agradecida y corresponder a las mercedes otorgadas. Bendiciendo a Todoalda, Johan se acerca aún más a la muchacha, retira con un suave roce de sus curtidos dedos la melena de ébano y le murmura al oído su petición. Ella intenta apartarse, quizás sorprendida, pero poco le cuesta a él convencerla de que no sería mala cosa visitar juntos su dormitorio.

Johan es un hombre de palabra, así que cuando zarpa del puerto de Curaçao, varias semanas después, para iniciar la campaña de verano, lleva la carta de Amaranta, con la promesa de que buscará a su amado y se la entregará, y que, si hubiera respuesta, se lo hará saber en cuanto vuelva. El único pequeño problema es que Johan ha prometido entregar la carta, pero no ha dicho cuándo. Un hombre de negocios ocupado, como él, no puede distraer su tiempo ni cambiar sus planes para hacer de correo urgente, así se lo pida una hermosa muchacha complaciente –muy complaciente, recuerda, relamiéndose.

Por tanto, el viaje resulta más largo de lo que la impaciencia enamorada hubiera deseado. Hay muchos puertos en los que atracar, ya sea para hacerse con agua y provisiones, ya para reparar los desperfectos del buque, pues el oficio de pirata obliga a combates que no dejan muy bien parados los instrumentos de trabajo. También hay que buscar emplazamientos adecuados para el botín, porque los baúles repletos de monedas y las telas preciosas, por ejemplo, no pueden dejarse en cualquier sitio, al alcance de los desaprensivos que podrían llevarse lo que tanto esfuerzo cuesta conseguir. Así, hay que acudir a casas de contratación y a comerciantes de escasa moralidad, lo que conlleva largas y tediosas negociaciones, tras las cuales no hay más remedio que buscar consuelo en una jarra de buen ron y en un buen par de tetas propiedad de alguna de las alegres muchachas de los burdeles portuarios, viejas y leales amigas de Johan y su tripulación.

Pero todo llega, y la escala en San Cristóbal de la Habana, también. Cierto es que, para entonces, Johan ni por asomo se acuerda del tal Alonso, pero no es menos cierto que una semana más tarde, ordenando papeles, tropieza con la carta y se dice que ya va siendo hora de cumplir la palabra, tarea un tanto enojosa pero de la que espera sacar algún rédito, cuando vuelva a Curaçao y a los brazos de la bella Amaranta. Ordena, pues, a uno de sus hombres, que se encamine a la fortaleza de los Tres Reyes Magos del Morro, localice a Alonso y concierte con él un encuentro en una taberna de la Plaza de Armas.

La encomienda se realiza sin mayores problemas, y al día siguiente, Johan, sentado a una mesa frente a una jarra del mejor ron, ve entrar en la taberna a un mozo vestido con un uniforme que le viene grande. No es muy agraciado, a su parecer, cosa que no le extraña, pues tiene entendido que el amor es ciego. Sin más demora, tras una breve explicación, le entrega la carta. El muchacho la abre, un poco incómodo, la lee por encima, la deja sobre la mesa, y, tras algún titubeo, confiesa que se ha casado recientemente, es feliz y apenas recuerda a la muchacha a la que dejó en Curaçao hará ya más de un año. Johan completa su diagnóstico sobre Alonso concluyendo que, además de no muy guapo, debe ser imbécil, porque una cosa es casarse y otra olvidar a una real hembra como Amaranta. Le despide, haciéndole notar secamente que le ha hecho perder el tiempo, y se queda contemplando el contenido, ya muy mermado, de su jarra, meditando qué va a decirle a la pobre niña. Al fin, inspirado sin duda por la excelente bebida, se le ocurre una idea. Pide recado de escribir e inicia una carta, llena de frases de amor rebuscadas, que firma, sin titubeos, con el nombre de Alonso.

Cuando vuelve a Curaçao, Amaranta, que se consumía en la larga espera, lo recibe jubilosa y presta a mostrar su agradecimiento en el modo que mejor sabe –Johan, que entiende de esto, opina que es digno de una virtuosa en el arte-. Por eso, cuando el capitán pirata inicia su campaña de primavera, acepta otra carta para el amado, acompañada de la muy cariñosa despedida de la muchacha. En cuanto ella sale por la puerta, quema la carta y empieza a imaginar qué va a poner en la que le entregará a cambio, unos meses después. La verdad es que le divierte ese juego de suplantaciones, y piensa que será mucho más interesante lo que él cuente en su simulada misiva que lo que podría decir ese chico insignificante, anodino y feo.

La alegría con que le recibe y agradece la carta la bella cuando vuelve, le demuestra que no se ha equivocado. Se dice que, al fin y al cabo, el arreglo es bueno para los dos, ella es feliz y él se está aficionando cada vez más a su piel canela, a sus ojos oscuros de pestañas increíbles y a su buen hacer en la cama, que se acrecienta con la experiencia, que ella no escatima. Por otro lado, cada vez le gusta más la impostura en que se ha embarcado, hasta el punto de que, a veces, cuando se halla entre los brazos de una de sus amigas de conveniencia, se da una palmada en la frente y salta de la cama, lo que mucho intriga a su ocasional compañera, para anotar en el primer papel que encuentra alguna frase que luego incluirá en la carta. Piensa, a menudo, que Amaranta está ganando mucho con el cambio de su Alonso por el que él inventa en sus misivas, mucho más apuesto y mucho menos mezquino. Y a cada nuevo beso de bienvenida de la muchacha, se reafirma en su idea de que el acuerdo es bueno para los dos.

Sin embargo, un par de campañas después, observa que algo ha debido torcerse en su ausencia, porque Amaranta acude a su casa con una cara muy seria y apenas presta atención a la carta de Alonso –una pena, piensa Johan, pues estima que es lo mejor que ha escrito-. A sus preguntas, rompe a llorar y torna a sonarse los mocos con entusiasmo, como en aquel lejano primer encuentro, y acaba confesando que está embarazada. Con mucho tacto, él pregunta desde cuándo, temiéndose lo peor, que queda confirmado por la fecha que le da ella. No obstante, trata de ganar tiempo y pregunta si tiene dudas sobre quién pueda ser el padre.

-Ninguna en absoluto –replica ella, enojada- Yo siempre he sido fiel a mi Alonso. Bueno –se apresura a añadir ante el alzamiento de ceja del capitán pirata-, salvo por lo que se refiere a nuestro pequeño acuerdo.

-Ya –murmura él- Así que es mío.

Ella asiente, las lágrimas corriéndole por su preciosa cara. Él la mira, grave, valorando más que nunca las largas pestañas húmedas, los hombros de canela que se estremecen por los sollozos, el vientre que –ahora lo nota- se ve más redondeado que en ocasiones anteriores. Abraza a la muchacha, seca sus lágrimas, la acaricia hasta que se calma. Luego, le asegura que no debe temer nada, que él cuidará de que nunca tenga problemas de subsistencia, que ya le procurará una casita donde pueda criar a su hijo y donde él irá a visitarlos, si ella lo desea. Al oír tan prometedoras palabras, ella cesa inmediatamente su llanto, se echa a reír gozosa, colma de besos sus hirsutas mejillas y le susurra una proposición que él no duda en aceptar.

Sólo después, mientras contempla el cuerpo dorado, las largas piernas de corza enredadas en las sábanas, la melena de ébano esparcida en la almohada, mientras oye su apacible respiración de niña dormida, se pone a pensar lo que dirá la última carta que escribirá Alonso cuando ella le comunique la noticia.
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(En memoria del Barco Pirata de BC, que surcó alegremente el foro hasta que la corrección política y la mojigatería lo echaron a pique)

Maite Capón.

martes, 28 de abril de 2009

BESTIARIO

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Caracol Osvaldo

Pequeño herbívoro ungulado que habita frondas y quejigares umbríos aislados entre las zonas esteparias después del último periodo glacial. Su filum está relacionado con un ancestro común al de las omnivoras cabras blancas y las míticas yeguas lacetanas que en tiempos arcaicos eran fecundadas por el Océano y parían sólo hembras. De aquí que los caracoles-osvaldo tiendan a ser únicamente hembras, con los problemas inherentes a esta situación. Es un animal dado al desorden y la recolección de toda clase basurillas, que regurgita y come con posterioridad. A pesar de vivir aisladamente, su natural es gregario y por ello no duda en desplazarse grandes distancias por las estepas, al amparo del crepúsculo, hasta otros valles y frondas, donde se citan varias individuas de su especie, que permanecen mugiendo y parloteando durante toda la noche, hasta el alba, en que cada ejemplar regresa a su propio vergel, arrastrando bamboleante el peso de las ingentes cantidades de forraje que consume durante el parloteo desenfrenado.

De tendencia espantadiza, su pelaje pardo-morado se eriza ante la intuición de un peligro, al que se enfrenta con un deje fanfarrón que logra a base de balidos guturales y la emitisión de silbidos y ronquidos estridentes. Sin embargo, curiosamente, cuando se encuentra ante la presencia misma del cazador se queda inmóvil en un acto reflejo de supervivencia que le salvaría de su destino como guiso con patatas, si no fuera por su curiosidad innata, que le hace mover ojos, orejas, mofletes y boca nerviosamente. Esta gesticulación ha sido la causa que no pocos individuos de su especie hayan acabado en la barriga de depredadores varios. Asimismo sus testas colgarían en mayor número en las mansiones de los Lords ingleses si no fuera porque, al morir, el rigor mortis lleva al caracol-osvaldo a quedarse con el último gesto efectuado, quizás un ojo cerrado y el otro muy abierto, la boca algo torcida, la lengua medio saliendo.
Anonymousfinder

jueves, 23 de abril de 2009

NIÑOS Y LIBROS

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De entre los muchos placeres que comporta el privilegio de vivir una jornada como la de hoy desde el otro lado del mostrador, desde el punto de vista de quien escribe, quizá el más exquisito sea el de observar a los niños.

Vivo el Sant Jordi desde que era cría, y sin duda en esas actitudes a veces tímidas, a veces chulescas -la gracia chula de no querer confesarse intimidados-, me veo a mí misma en su situación, y al hacerlo recuerdo una de las mejores aventuras que me deparó mi niñez: aprender muy pronto a comprender el sentido de las palabras que contienen los libros.

Mientras atiendo a los adultos y firmo, miro a los niños que les acompañan por el rabillo del ojo. Mientras no firmo, les contemplo con desfachatez, y me dejo observar por ellos con esa valentía que parecen reservar para enfrentarse a alguien que hace cosas raras, cosas que los adultos parecen apreciar mucho, pero que dónde vas a parar, son muy poco si las comparamos con ser bombero o salvavidas en una playa o cirujano o especialista en autopsias.

De esa curiosidad con que van de una caseta a otra, zarandeados por la muchedumbre, tironeados cariñosamente por sus padres, aleccionados... De ese trajín rescato a veces un gesto mínimo -un movimiento de cejas, un brusco cerrar de párpados, una sonrisa dirigida sólo a sí mismos-, rescato emociones mías muy tempranas, y veo en esos pequeños concretos atisbos del mundo propio que están empezando a construirse con su imaginación y sus lecturas.

No hay espectáculo más hermoso que ver a un pequeño -o a una pequeña- feliz. Pero ¡adivinar que lo es porque ya ha descubierto que entre la literatura y sus secretos existe un puente de ida y vuelta! Eso es lo mejor de todo.


(Maruja Torres - El País, 23-4-09)
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Feliz St. Jordi a todos.

viernes, 17 de abril de 2009

Desagravio

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(Lo anterior, era el artículo de hoy de Juan José Millás en El País. Lo que sigue lo escribí yo cuando retiraron la estatua que había en Madrid, junto a Nuevos Ministerios. Pero la anécdota es real)
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Alicia se detiene en la puerta del salón de té y observa el panorama, complacida. Suena un piano. Un leve rumor de conversaciones delata apenas la presencia de la distinguida clientela, que disfruta del ritual de la merienda. Una sonrisa se dibuja en sus labios cuando divisa a las hermanas, sentadas en una mesita junto al ventanal. Esboza un saludo, mientras avanza hacia ellas.

—Hola, guapas. ¿Lleváis mucho tiempo?

—No, mona, acabamos de llegar.

Una camarera, con uniforme negro y delantal blanco, impecables, se acerca, obsequiosa.

—Buenas tardes. ¿Qué tomarán las señoras?

—Té con pastas para las tres, por favor.

—Muy bien. ¿Desean leche, o limón?

—¡Leche, naturalmente! –exclama la recién llegada.

—Naturalmente, señora. Ahora mismo se lo traigo.

La muchacha se aleja hacia la barra, acompañada de la unánime reprobación de las tres damas.

—Ésta es nueva, ¿no? –pregunta Clara.

—Sí, hija. Yo no sé de dónde sacan a estas niñas, que no tienen idea de nada. ¡Mira que preguntar con qué queremos el té! ¡No pretenderá que lo tomemos con limón, ni que fuéramos albañiles!

—Y menos mal que es española –tercia Amelia-, porque en los comercios sólo encuentras sudamericanos o negros. O peor, los indios ésos que se ponen a vender pañuelos en medio de la calle, que está Serrano hecha un asco.

—Pues yo les he comprado alguna vez –interviene su hermana, ingenua— Total, son baratos, y quedan bien.

—¡Qué cosas tienes, nena, y yo también!, pero no se trata de eso.

La llegada del té impide saber de qué se trata exactamente.

—Está todo cada vez peor –dictamina Alicia, desalentada, mientras echa un vistazo a las pastas– La culpa es del Gobierno, naturalmente, que deja entrar a todo el que llega, y no paran de venir, claro, como que les da lo que piden y más… Dentro de poco –profetiza– los españoles de verdad vamos a ser minoría, no quiero ni pensarlo, nos acabarán echando de nuestra casa. –Vierte el té cuidadosamente en la taza y le añade una imperceptible cantidad de leche antes de probarlo– Vaya, está tibio, ya lo sabía yo.

–Se están perdiendo los valores –aprovecha Amelia la pausa para intervenir– Nos estamos olvidando de lo que ha sido España.

–Y de a quién se lo debemos todo, que así pasa lo que pasa –aclara Alicia, retomando su intervención y una pasta, al mismo tiempo.

–¿Qué pasa? –tercia Clara, despistada–

–¡Ay, hija, que qué pasa! Di más bien qué no pasa, que no hay nada que vaya bien, no tienes más que oír a D. Federico, que es el único que tiene valor para contarlo –Se queda un momento en silencio, rumiando tantas desgracias y continúa, antes de que Amelia logre abrir la boca– Por eso me tiene mala, pero enferma, ¿eh? lo de que quiten la estatua, es que no hay derecho, vamos.

—La de Franco, ¿no?

—Evidentemente, hija, la del Generalísimo, que parece que quieren que nos olvidemos de él, de lo que hizo por España. Cada vez que lo pienso, me enciendo. Con lo que hizo él por este país, que no quiero ni pensar qué hubiera sido de nosotros sin él. Qué desagradecimiento, les ha faltado tiempo para llevársela, qué pena, a mí me alegraba tanto mirarla desde el balcón, era lo primero que hacía cada mañana. Para más inri, ya veis, por orden de una niñata, habráse visto, Ministro de Fomento dicen que es, qué sabrá una mujer de obras públicas. El anterior, ése sí que era bueno, un muchacho tan competente...

Interrumpe un momento su verborrea para hacer un gesto imperioso en dirección a la camarera.

—Oye, trae un poco más de leche, y esta vez, que esté bien caliente.

—Bien caliente, si señora –replica ella, con retintín, ganándose una mirada furibunda.

—Tienes razón, son cosas que encienden a cualquiera –mete baza Amelia, mientras examina las pastas que quedan.

—Ah, no, pero yo me dije: esto no puede quedar así –recupera protagonismo la otra, aprovechando el proceso de selección—. Y decidí hacer algo.

—¿Y qué, fuiste a la manifestación, con don Blas? –se interesa Clara— Debió ser muy emocionante.

La interpelada asiente, mientras añade a su taza otra minúscula cantidad de leche humeante, recién traída por la camarera.

—Por supuesto que fui, yo la primera, desde luego, abriendo la marcha y con una bandera bien hermosa. –sopla el contenido de la taza, con el ceño levemente fruncido– Pero me pareció que eso era poco. Pensé: ante una cosa así, tan grave, hay que ser radical, como dicen mis nietos... ¡Bien desviados que me están saliendo!... Y la culpa es de mi hijo, aunque no esté bien decirlo, pero es que les consiente todo, es un blando. No se parece a su padre, que en gloria esté...

Amelia corta el recorrido por los cerros de Úbeda:

—¿Y qué era eso tan radical?

—Pues, mira –prosigue Alicia, un poco molesta por la interrupción— Me pareció que, si era preciso, había que utilizar las armas del enemigo. En sentido figurado –se apresura a añadir, al ver la mirada alarmada de Clara- Había que hacer algo que llamara la atención, y que durara mucho: una pintada.

—¡Una pintada! –se asombran las otras— ¿Tú, una pintada?

—Sí, señoras –asiente, ufana— Así que fui a la droguería de Celso, que tiene de todo, y además es de plena confianza, leal como quedan pocos, y le encargué lo necesario: esprais, guantes, un delantal de plástico, para no ponerme perdida... Él se quedó un poco asombrado, pero cuando le conté para qué era, se entusiasmó: “¡Qué gran idea, doña Alicia!, pero, ¿pensaba hacerla usted misma?” Y me dejó parada, porque, claro, pensándolo bien, no me veía yo con el esprai ése, que no sé ni cómo se maneja, y, además, no me iba a poner a trepar, porque una pintada, si no está alta, no luce. Pero él me dio la solución, es un encanto, ya digo: “No se preocupe, ahora mismo aviso al chico y, por una propinilla, se la hace”. Dicho y hecho: le expliqué al muchacho de qué se trataba y le ofrecí tres euros por el trabajo. Al principio puso cara rara y me dijo que tres euros era poco, pero le hice ver que esas cosas no se hacen por dinero, sino por afán de servicio a la patria y que, de cualquier forma, no pensaba darle más. Así que nos reunimos aquella noche junto a la estatua, y todo salió de maravilla. Bueno, salvo que el chico puso “Franco, no te olbidamos”, con be y es que, claro, cómo va a tener cultura un dependiente. De todos modos, la gente no se fija en esos detalles. Y entonces, qué fatalidad...

—¿Qué pasó?

La protagonista coge la última pasta, satisfecha de la expectación producida.

—Estábamos recogiendo todo para irnos, cuando aparece un coche de policía.

—¡No!

—¡Sí! Ya véis, qué vergüenza, tanto delincuente albanés como hay por Madrid, y los de la ETA haciendo lo que les da la gana, y ellos, hala, molestando a la gente honrada. Lo malo fue que el chico se asustó y el muy chivato les dijo que yo le había pagado, que no era cosa suya. Ay, qué diferencia con los falangistas de antes, tan valerosos... Uno de los policías me pidió el DNI y se puso a soltarme un sermón, que no se podían hacer pintadas en la vía pública y, menos aún, pagar a otro para que las hiciera. Me indignó, de verdad, y no me pude contener. Le dije: “usted no sabe con quién está hablando, mi padre fue alférez provisional, peleó en la Cruzada”. ¿Y sabéis lo que me contestó el mequetrefe? “Vale, vale, señora, ya nos lo explicará tranquilamente en comisaría”.

—¡Qué horror!

El aumento de decibelios del coro provoca una mirada curiosa de las mesas vecinas. En un tono de voz más comedido, pero no menos vehemente, Alicia continúa:

—Para colmo, por el rabillo del ojo vi que el otro policía se estaba riendo disimuladamente. Me dio tanta rabia que le pegué con la bolsa en la cabeza, con todas mis ganas, y como llevaba el esprai dentro, pues os podéis imaginar... Oye, que se enfadaron un montón y, quieras que no, me llevaron a comisaría. Un sitio horroroso, por cierto, no debían haberlo limpiado en la vida. Dos horas me tuvieron, esperando a que me tomaran declaración, un aburrimiento. Luego, me echaron otro sermón y me mandaron para casa.

—¡Jesús, como Juana de Arco!

—¡Si todos los españoles de ley se portaran así, otro gallo nos cantaría!

Ella sonríe con modestia.

—Oh, no fue nada, fíjate, qué es eso comparado con los sufrimientos de los que hicieron la guerra. Y si se creen que han podido conmigo, están muy equivocados, yo no me rindo: pienso seguir peleando. Total, ¿qué me van a hacer? ¿Van a meter en la cárcel a una pobre mujer de 64 años? Además, hay otra cosa: a vosotras tengo que contároslo.

Baja la voz, y mira a sus amigas, maliciosa. Las otras acercan la cara, para no perder palabra.

—Fue tan, pero tan... excitante.

Risita traviesa del coro. Alicia se acomoda bien en la silla, la taza de té entre las manos. No se sentiría mejor si hubiera conseguido un panteón a perpetuidad en el Valle de los Caídos.


Maite Capón

Un peligro

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Juan José Imbroda, presidente de Melilla, se ha encadenado sentimentalmente a una estatua de Franco gritando que no se la lleven o que, si no hubiera otro remedio, la trasladen a un museo (¿al de los horrores?), a un acuartelamiento, a una academia, no sé, a algún sitio donde se encuentre a gusto y pueda realizarse como estatua, ya que la pobre no aspira a otra cosa. La dichosa estatua es la única del Caudillo que queda en España, donde llegó a haber centenares o miles, pues se reproducían como ratas. Cuarenta años a ese ritmo reproductivo dan mucho de sí, tanto que se necesitaron otros treinta para exterminar la plaga, que incluía todas las variedades, desde la ecuestre (donde el animal era el que estaba encima), a la sedente, la propia o la oferente. La riqueza afectaba asimismo a los materiales, pues se usó de forma indistinta la piedra, el bronce o el hierro. En Santander había hasta hace poco una esculpida enteramente en caca de paloma.

Las imágenes fueron desapareciendo poco a poco porque a la gente le daba como apuro rendir homenaje a un asesino del calibre del Generalísimo. Eso lo comprende hasta Imbroda, militante del PP (partido que todavía no ha condenado la dictadura), y por eso mismo, porque lo comprende, ha argumentado que la estatua de Franco a la que él permanece sentimentalmente encadenado corresponde a su etapa de comandante, en la que aún no mataba tanto como cuando lo ascendieron a general.

Es listo este Imbroda, no me digan que no. Viene a ser como si repudiáramos al Hitler adulto, pero siguiéramos encariñados con el bebé. ¿A quién hizo daño aquel rorro mofletudo? ¿A quién molestó el pequeño Jack el Destripador? Sólo apreciamos en esta maniobra retórica un peligro: que en las ciudades donde gobierna el PP se empiecen a levantar, con tal coartada, estatuas de Franco de primera comunión.


(Juan José Millás – El País, 17-4-09)

martes, 24 de marzo de 2009

INSPIRA

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Inspira

A los delincuentes de la mampara sin cuya inspiración este relato no hubiera sido posible.

-¡My my, at Waterloo Napoleon did surrender…!

Inspira, expira, inspira, expira.

Piensa, recuerda que la respiración es un proceso fisiológico por el cual los organismos vivos toman oxigeno del medio circundante y desprenden dióxido de carbono y que consta de dos fases: inspiración y espiración. Así que sigue inspirando y expirando.

Nada, que no funciona.

Probemos otra cosa…algo más oriental, más zen. Sé uno contigo mismo, concéntrate en tu yo interior.

Tampoco. No hay manera.

Visualiza una pradera, las montañas al fondo, las cabritas de Heidi… y el silencio, ¡ah! el silencio….

Silencio.

-¡Sí, hombre!, el emperador Vespasiano, el que inventó la vespa…

-A la mierda la respiración, el zen, el yo interior y las cabras de Heidi- piensas mientras golpeas a tu compañero de mesa con su portátil en la cabeza. Y es que en las bibliotecas hay que guardar silencio.

Mala leche

LA SONRISA ROTA

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Un foco de luz iluminaba la pista. Enfocando una figura solitaria. Un payaso de cara blanca, sonrisa alegre, nariz roja y ojos enmarcados por dos pequeñas cruces negras que acentuaban su mirada traviesa. Traje lleno de colores, igual que el sombrero, guantes blancos que agitaba mientras retorcía un globo entre sus manos, dándole forma de animal imposible. Al terminar, lo mostró en lo alto con una expresión divertida pero, al mirar hacia los asientos, las comisuras de sus labios dibujaron una sonrisa triste en su rostro. Aunque sólo duró un segundo, lo que tardó en llevarse a la boca otro globo y empezar a hincharlo…

Cruzó la puerta. Fuera, el viento levantaba del suelo papeles rotos y hojas marchitas, que juntos se arremolinaban en las esquinas, creaban pequeños tornados en medio del descampado, caían con desgana y se acumulaban en montones que nadie recogía.
Con gestos cansados se quitó la chaqueta que una vez había estado llena de colores brillantes, la que le había regalado su padre al ponerle en medio de la pista par enseñarle los trucos que ponían una sonrisa en el público. Había nacido en y para el circo. Ahora, mientras veía la tela ondear en el perchero, con sus tonos grises predominando, los hilos deshilachados en las mangas, en los bajos, los colores apagados, recordó los días en los que los niños llenaban las butacas y eran varios payasos sobre la arena, el más joven él, el último de una larga saga de artistas. Habían pasado cincuenta años.
Se sentó frente al espejo. Su reflejo iluminado por la única bombilla superviviente de las ocho que rodeaban el marco. Tocó una de las luces apagadas y vio como su guante quedaba manchado de polvo. Lo observó durante unos segundos. Después, tirando poco a poco y ayudado por la otra mano, se lo quitó. Repitió lo mismo con el guante que le quedaba. Descubrió que unos pequeños y amarillentos haces de luz se dibujaban sobre sus uñas mientras tocaba de nuevo las bombillas apagadas y se manchaba sus dedos. La falta de luz también ocultaba las grietas de la madera, las esquinas desgastadas y los trozos que faltaban en los bordes.
Se dio la vuelta ligeramente y dirigió su mirada hacia los marcos que estaban colocados sobre las viejas estanterías, apenas iluminados por las luces del espejo. Las sonrisas alegres que estaban dibujadas para la eternidad. Seis. Habían sido seis y ahora sólo quedaba él. En todas las fotografías aparecían en medio de la pista de circo, sobre la arena blanca, en el centro de un círculo repleto de niños que reían y lloraban de felicidad. Cerró los ojos y recordó lo sucedido un par de horas antes. Todo había cambiado. Cuando volvió a mirar, la oscuridad ya se había tragado esas imágenes.
Con un gesto cansado se dirigió de nuevo hacia el espejo. Por primera vez, se dio cuenta de las arrugas que se dibujaban en su frente a través del maquillaje blanco, de las rayas que se formaban en los extremos de sus ojos y en las comisuras de la sonrisa roja. Incluso en sus manos, que ahora ya no mantenían la firmeza de antes y que temblaban mientras se dirigían, ya por última vez al algodón que tenía encima de la mesa, junto al espejo. Con gestos mecánicos empezó a pasárselo impregnado de crema por la cara, recordando y sin poder evitar que las lágrimas también se mezclasen con el maquillaje.

Poco a poco, el foco de luz se fue reduciendo, primero ocultando sus ropas, sus manos y, finalmente, su rostro.

Depositó encima de la mesa el último algodón. Se quitó la nariz de plástico roja de la cara. Frente al espejo vio ahora al anciano que era. Cerró los ojos y escuchó el viento, que hacía mucho se había llevado las risas de los niños.

Un payaso triste

lunes, 23 de marzo de 2009

LIBROS Y MÁS LIBROS

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Me está empezando a dar un poco de asco, la verdad. Nunca pensé que yo fuera capaz de tirar un libro al contenedor, pero no me deja opción.

Mira que ayer, cuando en foro me jugué este título al ahorcado, me comprometí a enviarlo por correo al acertante.

Recordaba exactamente dónde estaba este tomo, sepultado entre un montón de libros más, todos de los años sesenta, ocupando baldas y más baldas en la biblioteca de mi padre, en el salón.

Los compramos de segunda mano y ya entonces tenían ese color amarillento que adquieren los libros con los años. ¡Cuántas veces habremos ido juntos a las librerías de viejo a curiosear!

Este libro concreto, la edición bilingüe de Hamlet, la compramos por necesidad, para mis clases de inglés.

Lo saqué ayer de su estantería y seguía más o menos del mismo tono que yo lo recordaba, no me costó ningún trabajo encontrarlo. Lo dejé encima de la mesa, para ensobrarlo y mandarlo por correo hoy sin falta, y no me preocupé más del asunto.

Cuando al cabo de dos horas volví a ver el libro me pareció un poco más oscuro, pero no le di ninguna importancia, soy bastante despistado.

Esta mañana tenía un libro de color nogal (las hojas, la pasta azul, como siempre ha sido) al lado del ordenador.

Puedo entender que se ha conservado casi encerrado sin contacto con el aire, pero creo que tiene vida propia.

¿Sabéis si la madera va al contenedor de papel?

Mala suerte

CALOR Y FRÍO

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No está caliente pensaba que sí había imaginado que después de disparar estaría pero no sigue fría como si nada hubiese pasado pero sí ella me mira desde el suelo ha sido la culpable yo sólo he hecho lo que me ha pedido no tengo la culpa me ha mirado con esos ojos la misma mirada ¿también me estaba engañando entonces? No sí quizás no me mires tengo que alejarme quiero no puedo maldita sea todavía consigue que me sienta culpable eso es lo que diré fue ella la que se disparó que yo sólo encontré el cuerpo seguro que me creerán porque les enseñaré la foto ¿por qué tuvo que? El vestido es el verde mi preferido la basura tenía más valor que yo cinco seis meses no sé puede que siete diez paré de contar cuando la puerta se cerró hasta entonces habían sido dos años once meses y veinte días yo nunca me aburrí todo era siempre hasta ese día cállate no hay nadie en la habitación veo la sombra de la bombilla en la pared era la habitación que habíamos elegido para el niño o niña que ilusión faltaba la ventana se supone que ese día iba a hacer el agujero no había nada en la pared sigue sin haber nada sólo llegué a pintarla de azul oscuro cuando la maleta cruzó la puerta me dijo que no quería niños se quedó así no tenía ganas de cambiarlo la mesa las sillas la luz sin lámpara sin ventana todo oscuro ¿cuánto costará quitar la mancha del suelo? Que mal me pegó su manía no me importa pondré un alfombra y listo seguro que cuesta mucho quitar la sangre si lo viera vaya que pienso si ella está encima sí mira mira lo que has conseguido no me importa ahora ya no volverás a irte no me dejarás solo y te irás con él ¿quién habla? No hay nadie aquí estoy solo sabes ese niño tenía que haber sido mío seguro que no hizo bien las cuentas creo que hace ocho meses que no nos veíamos en la foto el niño parece que tiene más de dos semanas era mi preferido ese vestido verde lo lleva mientras posa con el bebé y una sonrisa y esa mirada sonríe no debería me dejó yo no volví a alegrarme por nada vi la fotografía en el escaparate tenía que pasar para arreglar ya no recuerdo el qué del coche y ahí estaba ella y el niño y él una familia feliz mi familia yo debería estar ahí era mi hijo esta habitación era para él entré y pedí la foto un amigo de la familia un regalo especial el dependiente me creyó qué iluso pero sí confirmé que era ella luego busqué la pistola siempre se burló de que la tenía debajo de la cama que nunca la iba a necesitar que sólo era un recuerdo de mi época como policía que la dejase que equivocada sigue sin tener un arañazo sigue como nueva lo ha comprobado y mi puntería sigue siendo perfecta qué pena hubiera deseado que sufriera tenía que haber sido mi hijo esta habitación era de él la había preparado para él ahora es suya ¿lo sabrá alguna vez? Conociéndole no le habrá dicho a él que venía a verme nunca me lo dijiste a mí un poco de dinero que si era tuyo que se me olvidó que viniste rápidamente para que veas cuánto te conocía está ahí en la habitación del fondo encima de la mesa no había dinero estaba la foto me miraste y la bala llegó antes de que pudieras decir algo rápido debería sentirme de otra manera nunca había matado a nadie no ella se ha matado no tenía que haberse ido ni mirarme con esos ojos ni venir con el vestido verde no he sido yo ¿Quién habla? ¿Qué decís? No sé qué significan ese niño tenía que haber sido mío ella le ha abandonado dejarme no está huérfano me tiene a mí su madre ella me mira sin verme desde el suelo ese vestido lo llevaba también el día que nos conocimos está bien ella rió y salimos los dos del bar ahora recuerdo escondió algo en el bolso sí sacó de su dedo mano izquierda algo pequeño ahora sus manos están vacías en su bolso un anillo un anillo una inscripción su nombre y el de un hombre una fecha antes de que nos conociéramos en la foto me fijo sí creo que hay algo está sí el mismo anillo el hombre también lo lleva eso me engaño no sé lo que dicen las voces empezaron cuando miré la foto sentado en la habitación antes de que ella llegase porque no son claras tenía que haberme dado cuenta que no importa ahora está muerta me engañó diré que no hace falta miro mi reloj antes era en punto me entra hambre al ver la mancha en la alfombra unas fresas estarían bien o chocolate abro la puerta del frigorífico no hay nada me condenarán sé lo que parece vuelvo a la habitación la lámpara está dando sus últimos latidos ahora si ahora no oscuridad luz sólo hay una solución oscuridad me siento aliso mi camisa toco los tres primeros botones los desabrocho espero que al menos pueda sentir el calor de la pólvora entrando en mi cuerpo.

Anai

ELLAS

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Cuatro miradas siguieron el movimiento de la pistola sobre la mesa. Cuatro pares de ojos vieron cómo daba vueltas rápidamente en el centro y cómo, poco a poco, iba disminuyendo la velocidad hasta detenerse. Sólo tres de ellas se deslizaron después desde la negra superficie al oscuro tapete rojo sobre el que estaba apoyada, continuando hasta el borde, subiendo por una camiseta gris llena de manchas y pequeños agujeros y llegando finalmente a la nuez de un cuello que subía y bajaba cada vez con más velocidad.

Miraron su cara cuando se apoyó el cañón de la pistola en la frente.

–Así que todo termina de esta manera –dijo Anai, echando su cuerpo hacia delante, apoyándose sobre el borde de la mesa–. ¿No podríamos ayudarle, Eve? –añadió, dejando caer la cabeza sobre las manos y mirando a la persona que tenía a su derecha.

–Va a ser todo un espectáculo –exclamó ésta, también apoyada sobre la mesa pero, a diferencia de la primera, sus ojos brillaban al observar cómo el dedo índice del hombre se colocaba despacio sobre el gatillo.

– No te creas. Sólo se manchará la pared del fondo y nada más –intervino la última mujer–. Lo he visto más veces y, querida, es una de las cosas más repugnantes que puedas imaginar. Todo lleno de trozos de cerebro y sangre… Donde esté una mujer que se quite lo demás. Son más limpias…

–Pero no hay diversión, Iris. Todavía recuerdo a Jack. Eso sí que fue…–Eve se pasó la lengua sobre los labios antes de morderlos ligeramente–. Aparecer de repente en la niebla, tapar la boca a esas mujeres, sentir su desesperación y luego… Ah, todavía siento sus gritos cuando metía el cuchillo en sus cuerpos y sacaba el corazón aún palpitante… Esos sí que eran buenos tiempos.

–¿Por qué tiene que terminar así? Debería haber otra solución. No sé, algo que no implicara morir…

–Las mujeres siempre han sido consideradas las mejores asesinas. No hay nada como una pequeña gota de veneno y listo, ese rey que tanto detesta el pueblo cae sobre la mesa. Veredicto de los médicos: atragantamiento accidental. Si yo te contara cuántas muertes no han sido naturales. No como esto –una de sus manos señaló al hombre que tenían enfrente y que ahora había apretado un poco más el gatillo, hasta la mitad–. Mira cómo le tiembla el brazo que tiene libre y cómo baja el sudor por su cuello…

–No sé cómo os puede gustar todo esto –murmuró Anai, sabiendo que de nuevo no la escuchaban. Levantándose, les dio la espalda. Durante unos segundos observó el lento balanceo de la única bombilla de la habitación, que colgaba tan sólo de unos cables desnudos, y que daba una luz apenas suficiente para alejar las sombras de aquellas cuatro paredes que también carecían de adornos.

–¿Y qué me dices de esos asesinos en serie modernos? No me digas que no son artistas. Escondiendo los cadáveres o dejándolos en cualquier parte a trozos. Eso sí que es buen trabajo…

–Donde esté una buena dosis de veneno que se quite lo demás. Es rápido y sobretodo silencioso. Nada de limpiar luego ni molestar.

–Pero si la sangre es deliciosa. Es increíble la cantidad que puede haber en un cuerpo…

–¿Os estáis oyendo? –les interrumpió Anai furiosa.

–Pero ensucia mucho. No sabes el trabajo que cuesta quitar del todo las manchas de sangre. Además, la mayoría de veces que capturan a alguien es por eso. Siempre queda un rastro…

–Con los venenos igual. En las autopsias…

–No tiene por qué. Hay elementos que no se pueden detectar –dijo Iris, agarrándose un mechón de pelo y retorciéndolo despacio entre sus dedos–. Como te he dicho antes, no sabes la cantidad de asesinatos que se han tomado por muertes naturales.

Se escuchó un pequeño chasquido en la habitación.

–Oh, ya está casi a punto –dijo Eve impaciente, apoyándose todavía más sobre la mesa, a dos metros de la cara del hombre–. Ya era hora. Unos milímetros más y… –sus ojos miraron desilusionados la pared ligeramente oscura que había detrás del hombre. Una pena que no fuera un poco más clara o incluso blanca, pensó. Así hubiera creado un gran efecto.

–El próximo lugar de observación lo elijo yo. Y ya sé dónde vamos a ir. Me han hablado de una viuda que se va a casar otra vez, tras perder a sus últimos tres maridos a la mañana siguiente de la boda, por desgracia –Iris susurró la última parte de forma misteriosa, observando el trozo de pelo que tenía entre sus dedos.

–¿Por qué lo ha hecho? ¿Por qué lo va a hacer?

–Eso es fácil –contestó Iris, echando su pelo hacia atrás mientras se levantaba, se colocaba al lado de Anai y le daba la vuelta, para que viera al hombre con atención–. Sólo hay dos clases de problemas que pueden llevar a esto: dinero o amor.

–Si te fijas bien en él, sabrás cuál es de las dos –añadió despreocupada Eve, desde su posición, ahora a menos de medio metro del hombre.

Anai, a pesar de que no le gustaba aquel nuevo trabajo tuvo que admitir que tenían razón. En ese momento se fijó en el puño de la mano que no agarraba la pistola y cómo, de él, salía una fina cadena. También descubrió el pequeño y casi imperceptible anillo en uno de sus dedos y las lágrimas en sus ojos, rodeados de pequeñas arrugas y enmarcados en unas ojeras bastante oscuras. Encima de la mesa, una fotografía y una carta arrugada.

–Pero eso no es motivo suficiente para…

Sonó un disparo.

Un cuerpo cayó.

En el suelo, la sangre tibia se mezcló con otra que ya se había enfriado. El rostro del hombre se quedó mirando, con ojos vacíos, el cuerpo de la mujer que había matado minutos antes.

Yukko

EL CARRITO AZUL

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Esa mañana, despertó en la cama del hospital, igual que lo venía haciendo toda esa semana que llevaba ingresado. Como cada día, se dispuso a la misma rutina: estirar un poco los músculos dentro de lo que el gotero al que estaba enganchado le permitía, esperar que cualquiera de las encantadoras auxiliares viniese a asearlo, desayunar, recibir la visita diaria del amable facultativo que llevaba su caso, y pasar el resto del día entre pruebas médicas, fármacos, cambios de sueros, libros, música y las constantes visitas de todos sus seres queridos.

Pero, esa mañana, notó que nada era como los demás días. Las auxiliares llegaron un poco más tarde, no le saludaron con la alegría de costumbre, apenas hablaban entre ellas mientras le aseaban y, en una de ellas, le pareció ver aflorar unas lágrimas. Cuando se disponían a salir de la habitación no pudo por menos que preguntarles:

—¿Qué ocurre, señoras? ¿He hecho algo que les haya molestado? Si es así, perdónenme…

—No, no, perdónenos usted a nosotras. Hoy estamos todos muy tristes. ¿No se ha enterado? ¿No ha visto las noticias?

—Pues no, la verdad. Nunca miro la televisión.

—Pues póngala y se enterará. Ha ocurrido algo muy malo.

Encendió, de mala gana, la televisión y sólo vio un amasijo de hierros en el que se había convertido un tren –luego resultaron ser tres-, muchas personas llorando, sangre por todas partes y, sobre un vagón destrozado, el carrito azul de un niño.

Incredulidad e impotencia se mezclaron en su cabeza a partes iguales: “¿Pero quién ha podido hacer esta canallada?”, “No es verdad, esto no puede estar pasando”, “No, no ha sido ETA, éste no es su modus operandi”, “Hoy es once de marzo, 11-M, a seis meses del 11-S, esto tiene algún significado”, “Parece obra de Al Qaeda”, “Sea quien sea quien lo haya hecho, malditos seáis”

Cambia de canal y aparece la sonrisa hipócrita de Esperanza Aguirre, los periodistas persiguen armados con sus alcachofas a heridos, familiares, médicos... “Si alguna vez me veo en un berenjenal de éstos no quiero cerca la sonrisa de un político porque se la arranco de un guantazo, ni la alcachofa de un periodista porque se la meto por el culo”

Más cambios de canal, los mismos vagones destrozados, los mismos políticos intentando sacar un rédito electoral de esta masacre, los mismos dedos acusando a Aznar por meternos en una guerra tan absurda como sólo pueden serlo las guerras, las mismas lágrimas, el mismo dolor.... No han vuelto a sacar ese carrito azul de niño, pero eso es lo único que él ve; y no quiere pensar en ese niño, en su carita de sueño camino de la guardería o de la casa de sus abuelos en donde pasaría un día feliz hasta que mamá volviese del trabajo, para llevarlo de vuelta a casa, a disfrutar de un buen baño, de una rica cena, de unos cálidos abrazos y de unos dulces sueños. No quiere pensar en ese niño porque se echa a llorar.

Pasan los días, los meses, los años.... Dos victorias pírricas del PSOE, un macrojuicio contra los presuntos autores de la masacre, la derecha que sigue viendo conspiradores hasta en el cuarto de las escobas, detenciones de islamistas en toda España... pero él no logra quitarse de la memoria ese carrito azul de niño encima del vagón destrozado.

Carlos Astier

NO SE SULFURE, MUJER

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Las dos sabemos por qué estamos aquí hoy. Sí, ya sé que no es un buen trago para ninguna de las dos pero eso es algo que, antes o después iba a ocurrir. Ya sabemos que la insubordinación a un superior es una falta muy grave y de cara a la Administración, poco importan los motivos. Lo único que tiene claro es que hay que imponer una sanción acorde a la falta cometida.

No se sulfure, mujer; un mes pasa muy deprisa y siempre puede aprovecharse para descansar, para reflexionar sobre el futuro, para hacer todas esas cosas para las que nunca se encuentra tiempo mientras se está trabajando.

No ponga esa cara mujer, esta sanción estaba más que anunciada y, en estos casos, cualquier persona con un mínimo de sentido común, tiene prevista la situación y ha hecho sus cuentas para sobrellevar este mes sin sueldo.

No se sienta mal, mujer; en esta vida siempre se encuentran amigos dispuestos a apoyar a una y a ayudarla en todo cuanto necesite.

Venga, jefa, anímese. Cualquiera que entrase ahora y la viese, pensaría que ha sido a usted a quien han sancionado con un mes de empleo y sueldo en vez de a mí.

Mª Jesús Chamorro

miércoles, 18 de marzo de 2009

LA OSCURIDAD

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En la puerta había una gorra negra, un abrigo gris, otro marrón y varios paraguas. De quién era todo aquello?. Entré lleno de curiosidad al salón en penumbra. Casi no se distinguían las figuras, muy juntas, hablando bajito en un susurro. Dejé la cartera y me fui acercando despacio. Nadie parecía darse cuenta de que había entrado. Estaban todos a tu alrededor y tu escuchabas en silencio, muy pálida.
Me fui a mi habitación. Todo estaba muy oscuro, y al acercarme a la cama fue cuando lo ví. Estaba tumbado muy quieto, con los ojos cerrados. Era mi cuerpo. Era yo.

Magritte

martes, 17 de marzo de 2009

THE ONE AND ONLY

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Raquel lleva un tatuaje enorme en la espalda, casi a la altura del hombro izquierdo. Es el dibujo de una granada, roja y dorada. Se lo hizo un verano que Juan y ella pasaron en Ibiza, en uno de sus veranos locos. Las granadas siempre le gustaron a ella, tan carnales, tan abiertas y jugosas… Y a Juan le encantaba mirarle al tatuaje, hasta el punto de excitarse siempre que lo veía. Un sol amarillo y granate, lustroso y saltón como un ojo de cristal gigante lleno de lava, con la leyenda The One and Only debajo, en una cinta azul claro. Lo de “The One…” Eso fue idea de él. Había una canción de Sting que le gustaba, que se llamaba My One and Only Love. De ahí fue donde sacó la idea, pero no tanto por la canción como porque le gustara la frase del título.

Mi único amor… Mi niña… Mi hermana… Esas cosas que Juan solía decirle…

Pero ahora Raquel está en la cocina de su piso, lejos de lo que ha conocido. Lejos de Ibiza, de sus veranos y de sus sueños. Y ya puesta, lejos de su casa, de sus amigos, de sus cosas.

Se concentra en la cacerola que está limpiando. Saca grasa con la conciencia de quien tiene la cabeza llena de cosas que desearía desterrar lo más lejos posible, lo más rápida y completamente posible, y a poder ser antes de media hora, que tiene que irse al médico.

Cómo estás, chiquilla…

Esa es Inés, una de sus compañeras de piso. Acaba de entrar rodeada de mil bolsas de plástico, grandes y rebosantes como los dientes en su sonrisa. Tiene unos dientes bien blancos, la cabrona, piensa Raquel. Y suerte, ésa sí es una tía con suerte. Hay que…

Bien, aquí, de fregoteo.

Muy bien. Pues yo a guardar la compra…

Friega, friega, friega. Saca la grasa, saca lo sucio. Dale duro, que ese arroz reseco no te saldrá si no frotas… Cabrona. Así con un novio como el tuyo a tu lado yo también sonreiría, no te jode…

¿Y tu chico, cómo se encuentra?

Pues como el otro día: sedado. A punto de que le den cita con San Pedro, y no en el Vaticano, precisamente…

Bueno… Pero no te pongas triste, tía. Que él te tiene que ver fuerte.
Sí, fuerte. Ya puedes estar cagándote en la pena negra, ya puedes estar al borde de la paranoia, pero tú, fuerte, muchacha. Aguanta el tipo, que él no se derrumbe…

Y quién aguanta el tipo por mí…

Frota, frota, frota. Pon más líquido en el estropajo, frota, frota, frota…
…tía, ¡qué es esoooo…! ¿¡Qué tienes ahí!?

Eeehm…

¡¡En la espalda, Raq- tía, en la espalda!!

La piel del tatuaje le tira, le escuece, le arde como si quisiera saltarle de la piel. Raquel se lleva la mano a la espalda, y sus dedos vuelven llenos de sangre.

¡Tía, llama al médico ya! ¡Llámalo ya, que eso se infecta!

Raquel está paralizada. La sangre en sus dedos es mucha, pero no sabe por qué se le ha abierto la herida de repente.

Dios, Inés, que no es para tanto… Que eso será una herida…

Que no, Raquel, que no. Que ahora mismo te metes en mi coche y nos vamos para urgencias…

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Eres mi niña, mi hermana, mi sueño hecho realidad.
Sacerdotisa de mis noches solitarias, de mis momentos más ocultos.
Contigo estaría en este momento
Contigo, sólo contigo,
Mi único amor, mi amor genuino.

Si pudieras estar a mi lado, sin horario y sin tierra en medio,
Sin esa tierra feroz que me ha separado de ti
Que nos impide estar juntos hasta en mi último aliento…

Mi niña, mi hermana, eres mía.
Eres tan mía que nunca podrás deshacer este nudo que nos une y nos va a unir
De ahora en adelante.

Raquel, granadita dulce,
Granada sensual, eres mía.
Tan abierta y tan jugosa, tan amable… tan lejana…

Eres mía.
Eres mía.
Te amo.

JUAN

Qué haces aquí…

Hola, Raquel, soy yo. He venido a verte.

Por favor, ahora no…

¿Cómo que no? ¿No es éste un momento como cualquier otro para venir a verte? ¿No me decías eso siempre?

Sí, lo sabes. Pero no es eso.

Ah, ya sé. Es muy de noche y tienes que descansar. Se me olvidaba que lo necesitas. Estando donde yo uno se olvida de muchas cosas que antes eran habituales. Entiendo lo que te pasa.

¿Qué quieres?

Verte, mi vida. Sabes que te echo de menos.
Peque, pero ahora…

¿Ahora qué? ¿Qué pasa, que no puedo venir a verte, ni siquiera un poquito?

No, no es eso. Es que…

Ah, ya sé. Te doy miedo. ¿No es eso?

Pues… un poco. Sí, he de reconocer que me das miedo.

¿Es que ya no me conoces? ¿He cambiado tanto?

No, no…

Me decepcionas. Me decepcionas mucho.

Peque…

Quedamos en que nunca me olvidarías, ¿no? Me lo dijiste muy claro la última vez. Y ya ves que yo no me he olvidado. Pero tú sí, por lo que veo.

Yo… Peque… yo…

Shhhh… No llores. No importa. Bueno, sí, me duele un poco que no me reconozcas... Pero no me tengas miedo. Ya te irás dando cuenta de quién soy. Y cuando lo hagas, no tendrás que temerme.

Yo…

Tranquila… Soy alguien bueno. Vengo a entrar en tu alma, ya que no puedo hacerlo ya en tu cuerpo. En ti, mi diosa…
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No puedes seguir así, Raquel. Te estás volviendo loca, y todo por algo que no puedes arreglar, ni tú ni nadie.

Raquel asiente muy levemente, avergonzada y dolorida. Está claro que ella no pudo hacer más, ni los médicos tampoco. Pero es que ha sido todo tan cruel, tan inexplicable… Y ahí está Santi, cabreado con ella, que no tiene culpa de nada, pero que tampoco es inocente del todo…

Lo que no voy a dejar es que te hundas así. A Juan no le gustaría.

¿Y por qué nadie me ha preguntado cómo me puedo sentir yo?

Raquel, vamos a ver… Te lo pregunto, te lo pido, te observo y te apoyo como siempre. No me ataques, por favor. Yo no soy tu enemigo.

Ya, pero es que parece que soy el último mono en todo esto. Ya sé que Juan y su familia han sufrido mucho, y sabes que lo entiendo y que he estado desviviéndome a pesar de lo mal que me han tratado…

No les hagas caso, Raquel. La madre de Juan está enfadada con el mundo, o con Dios, o con lo que coños ella crea.

Pero, ¿es culpa mía o no? Dime, ¿es culpa mía?

Raquel, no es culpa de nadie. Creo que eso te lo hemos dicho todo el mundo.

Es que a veces parece que me quieran hacer responsable de todo. Y no puedo más, Santi, no puedo más…

Raquel…

Santi la abraza mientras ella se pone a temblar. Y al hacerlo, nota el esparadrapo gigante de su hombro izquierdo. Lo tiene lleno de sangre y pus, como infectado. Y le quema. Tanto que toda la venda parece un brasero encendido.

Raquel, ¿se te cura esto?

No, no se me cura. Es más, parece que no quisiera cerrarse. Y te puede parecer raro, pero cada vez que tengo una alucinación de las que me dan últimamente, me sangra y está así un buen rato.

A ver… no es que no me guste, pero este tatuaje... Vale, cuando os fuisteis a Ibiza nadie podía saber que Juan acabaría muriendo, y menos de cáncer. Pero ahora mismo, tal y como están las cosas, quizá sería mejor que te lo quitases. Es como llevar un recordatorio a todas partes, y pienso que deberías hacer tu vida. Tirar para adelante. Y este tatuaje te echa para atrás.
Ya, Santi, no te creas que no lo he pensado. Pero estando así la herida, tan tierna, es mejor esperar. El láser no se puede aplicar sobre la piel de cualquier forma, primero tiene que cicatrizar bien.

Santi palpa el esparadrapo empapado y oloroso. Está lleno de pus, pero no huele a lo que debería. Parece que lo que sale de él es zumo de cerezas o fresas podridas o algo así, y la sangre medio húmeda de la tela se asemeja más a agua teñida de rojo. Y late. La herida es un corazón bajo una camisa de fuerza, y se quiere liberar inútilmente.

¿Y no te lo dejas al aire?

Lo hago, pero en cuanto me pasa lo de las alucinaciones, me empieza a sangrar, y entonces tengo que tapármelo para que la cosa no vaya a mayores.

Pues quizá te lo debería ver el médico…

Lo ha visto, y me dice que me ponga un plástico para ducharme, y que no me rasque ni me quite la costra. Pero te juro por Dios, Santi, yo no me rasco la herida. Se me abre sola…

Raquel, no llores…
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Soy el que te despierta de madrugada El que viene a interrumpir tu sueño El que te requiere y te secuestra En tus momentos más bajos He venido a salvarte No me tengas miedo Soy un ser de amor y luz Un ser que el dolor Anula y aleja de ti Pero somos tú y yo somos uno Somos uno tu y yo nunca lo olvides Cada vez que lo hagas Cada vez que el dolor te atrape y te llene la angustia Yo estaré ahí para cogerte Y seré más rápido que ellos.

Nunca me olvides nunca me olvides nunca me olvides nunca me olvides nunca me olvides nunca me olvides nunca me olvides nunca me olvides nunca me olvides nunca nunca nunca nunca nunca nunca nunca nunca nunca nunca nunca nunca nunca nunca.


Eres única eres única eres única eres única eres única eres única eres única eres única eres única Eres mía eres mía eres mía eres mía eres mía eres mía eres mía eres mía eres mía eres mía
Raquel...


SANTI

Raquel se está matando. Está sufriendo, yo la veo. Y encima lo de las alucinaciones. Yo es que ya no sé qué decirle. Ya no sé qué decir, ni qué hacer, ni cómo hacer que pare todo esto. Y mira que Juan ha sido mi mejor amigo, y mira que aprecio a Raquel, que la aprecio, pero todo esto es demasiado, ya no sé qué leches pinto aquí ni cómo ayudarla…

Pesadillas. Sí, lo más normal sería que fueran pesadillas, o terrores nocturnos que ella tiene. Son cosas normales, respuestas de la mente ante traumas y similares. Pero no quiero que esto siga así. No sé, es como si se lo debiera a Juan, como si la cuidase mejor de lo que él hizo…

Dios, qué coño estoy diciendo. Si Juan era mi mejor amigo, y Raquel era su novia. ¿Su viuda? ¿Ahora es su viuda? ¿O cómo se dice para los novios? Si no eran marido y mujer, qué ostias digo…

Algo sé bien claro: esto se tiene que acabar.

Raquel no se lo merece, y Juan tampoco.

Todo tiene que estar en la mente de ella, o si no, no sé qué vamos a hacer.
Pero ella merece vivir tranquila. Y yo también, para el caso. Porque Juan, para haber sido mi amigo, ya podría pensar un poco en ella, y en mí, y dejar de aparecerse en sueños a Raquel… Aunque… No sé, esto es muy extraño. No quiero volverme loco yo también, que parece que todo el mundo se está yendo de la olla ya con este tema…
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¿Verdad que estamos bien, teta?

Sí, Juan estamos muy bien.

Aquí donde vivo no hay dolor ni pena. No hay enfermedades, y la gente es feliz, muy feliz. Estoy esperando que te llegue tu turno y pases por la puerta por la que yo pasé.

Juan, seguro que es muy hermoso.

Nada es tan hermoso como tú, mi amor. Por eso me he quedado en la tierra.

Ya, pero cada vez que te veo, se me abre la herida del tatuaje.

¿En serio? Qué raro. ¿Te pasa a menudo, mi vida?

Cada vez que nos vemos, ya te lo he dicho. La tinta se me está empezando a meter en la carne. Y tengo miedo. El médico dice que es mejor que me ingresen y me operen.

Con lo bonita que es esa granada… Cada vez que la veo, me derrito igual que la primera vez. Es tan roja, tan grande…

Sí…

Y cada vez que te veo, se abre más y más. Le sale zumo... Mmmh... Raquel…

Juan…

Déjala fluir. Déjate llevar y vente conmigo. Déjate ir… Mi amor, eres única. Mi único amor…

RAQUEL

¡Ufff, qué horror! ¿Y esto lo llevas así desde cuándo?

Desde que murió mi novio, se le pasa por la mente. Desde que se me aparece en sueños y en alucinaciones cada dos por tres y no puedo dormir y no me concentro ni me quedo tranquila y tengo que tomar pastillas pero me da miedo y no sé cuánto tiempo voy a llevar así ni cuándo voy a poder volver a estar bien y a vivir mi vida…

Desde hace un par de meses.

Dios… ¿Y cómo no se te ocurrió venir antes? ¿Sabes que vamos a tener que operarte YA? Esto te puede generar una gangrena como no te lo quitemos. Y si encima la tinta se te pasa a la carne, con mayor razón.

La tinta… la tinta que huele a granadas maduras y a luz del sol y que es tan calentita pero que sangra y duele, y encima lo de las alucinaciones…

Pues vamos a ingresarte y a hacerte una analítica para descartar otras complicaciones. Ese tatuaje tenías que habértelo quitado mucho antes.
Sí, ¿pero cuándo? Si lo de la herida me vino sin avisar. Si no llega a ser por eso anda que me pongo a pensar yo en quitarme el tatuaje…
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Raquel, guapa... ¿Estás bien?

Eeehm… Hola, Santi… Estoy medio sopa aún…

Ya, lo sé. Vengo de hablar con el médico, y me ha dicho que todo ha ido muy bien. Te ha quitado con láser lo que ha podido de tatuaje, y te ha limpiado, vaciado y desinfectado la herida. Dice que hay un trozo del tatuaje que no va a poder salir nunca, pero que con lo que le ha hecho no te va a sangrar nunca más. Además, he hablado con una psicóloga que me han recomendado y me ha dado su tarjeta para que la llames si te apetece contarle lo de las alucinaciones.

Santi… gracias…

Raquel sonríe y le mira desde sus ojos aguados. La anestesia la ha envuelto en una nube de vapor luminoso extraño que le aleja el mundo y las voces de fuera. Pero también está como en una dimensión nueva y extraña, lejos de sí misma y de su angustia. Se siente… bien.

¿Por qué haces esto, Santi?

Porque tenía miedo de que te pasase algo malo, de que se te fuera la pinza y empezases a hacer cosas raras. Tenía miedo de que te hicieses daño.

Santi, no…

Espera. Ya sé que no quieres que te hable de ella, que te duele. Vale, no te hablo de ese tema. Pero no quiero que te quemes por esto, Raquel. Eres muy valiosa, y Juan y tú habéis pasado un tiempo muy bonito juntos. Eso es lo que te tendría que quedar. Además, eres joven, valiente, fuerte y muy lista, y puedes hacer todo lo que quieras con tu vida.

Santi…

Eres lo mejor que hay en ti, Raquel. Lo eres.


Heartbreak Tattoo Studio

EL AMOR ERA ESTO

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Nos conocimos en el café Festa del Sol, cerca de la playa; a finales de Marzo del año pasado. Yo administraba el lugar hacía un par de semanas. La verdadera dueña, una vieja amiga, había tenido que abandonar el trabajo por problemas familiares y me había ofrecido un turno que acepté en tanto duraran mis vacaciones. Ahora puedo decir que era un trabajo agradable.

La marea urbana traía toda clase de personas a lo largo del día. No se trataba de un lugar exclusivo ni especialmente lindo, pero podíamos tener desde intelectuales rezagados hasta grupos de colegas al salir del trabajo, estudiantes, hombres y mujeres solitarios. Había cierta gracia en verles a todos desde el fondo del mostrador. En medio de mi aburrida posición de mero vigilante del orden, me daba tiempo de reconocer a algunas personas, y al mirar sus caras, advertir si eran tristes o felices; y si me encontraba inspirado, hasta podía entrever el motivo de sus sentimientos: si se trataba de un corazón roto, de un buen o mal día en el trabajo o algún asunto de familia. Cada expresión tiene su particular forma de dibujarse en el rostro y había aprendido a reconocerlas.

Y así fue como te conocí un día, Lucie. Te vi por primera vez un miércoles a las seis de la tarde, poco antes de acabar mi jornada. Era el comienzo de la primavera y lloviznaba, al punto que podía notar el ligero rocío en tu cabello. Llevabas gafas oscuras que te quitaste al entrar y un pequeño cuaderno que no dejabas de mirar como si fuera el mapa de un tesoro. Sin mirarme siquiera, caminaste hasta el fondo del café, todavía vacío, y recorriste el lugar con la mirada hasta fijarla en una repisa junto a una mesa. Entonces, para mi completa sorpresa, te vi sacar un libro del cajón más bajo como un mago que saca un conejo de un sombrero. Lo miraste con ternura, como a una criatura perdida a la que dieras cobijo, acariciaste su lomo, lo apretaste con ambas manos y te sentaste a mirarlo concentrada.

Por tu expresión, supe que no eras infeliz. Parecía que no necesitaras de nada más y que aquel objeto hubiera acabado de alimentar tu espíritu. Poco después, al ver pasar a una de las camareras, levantaste la mirada y le pediste un expreso. En ese momento supe que tenía que conocerte, no sólo por la curiosidad que me provocó tu entrada sino porque me gustaste de inmediato. Si alguna mujer deseaba conocer en mi vida, era alguien que supiera tratar los objetos, en especial los libros, con la delicadeza que te vi hacerlo. Entonces me tomé la libertad de llevarte el café y sentarme en tu mesa. Nos sonreímos y hablamos del libro que estabas leyendo; era una vieja edición de El Sabueso de los Baskerville, te pregunté cómo lo habías encontrado, y me hablaste de algo llamado Bookcrossing que formaba parte de tu vida hacía tiempo. Ninguno de los dos tenía la esperanza de encontrarse con alguien ahí, en particular tú; como buenos amantes de la soledad ambos habíamos aprendido a ser felices sin depender de la presencia de los demás, o eso creíamos. Pero aquel día había ocurrido una especie de milagro y nos mirábamos sorprendidos. Charlamos hasta muy tarde ese día, pronto se hizo de noche y tuvimos que separarnos. Quedamos en vernos, sin embargo, dos días después, y así fue que pude conocerte más profundamente.

En el lapso de unas semanas nuestras vidas fueron encontrándose cada vez más intensamente, y ambos nos sentíamos como dos planetas solitarios en medio de la negrura del universo que se encuentran de forma tan casual como afortunada, atraídos incesantemente por una gravedad muy dentro de nosotros. Quedar a solas los fines de semana, en tu piso o en el mío, era toda nuestra felicidad; leer del mismo libro o mirar Desayuno con diamantes un sábado por la noche en el sofá, la mejor forma de pasar tiempo juntos. Pasamos el año nuevo así, sin parar de hablar y hacer planes como un par de arquitectos que van diseñando los cimientos de la casa en la que habrán de vivir, mientras a nuestros oídos llegaban los festejos desatados del resto del mundo que nos parecían una vulgaridad. A veces, cuando los silencios se prolongaban demasiado, solías preguntarme, - Nunca me harás daño, ¿verdad? - Jamás, te respondía yo, y espero que tú tampoco. Luego suspirabas y hundías tu cabeza en mi pecho.

Con el tiempo, tuvimos dificultades, pero a pesar de tus errores y los míos, sabíamos que había algo importante entre nosotros y habíamos aprendido tanto el uno del otro que casi podía reconocerme en ti. Era esa cualidad llamada influencia que nunca había sentido antes. Mi melancolía, cultivada pacientemente tras largos años de tranquila soledad, era según recuerdo lo que menos te gustaba de mí. La encontrabas peligrosa, como un mal presagio, contraria a tu habitual entusiasmo a prueba de todo. Con el tiempo, sin embargo, también aprendí de tu optimismo y supe olvidar los fantasmas que me asolaban. Podía decir que era completamente feliz, como nunca lo había sido. Cometí el error de pensar, incluso, que lo que teníamos no podía acabarse nunca. No me advertiste, querida, que incluso el optimismo tiene sus límites, que no todo es posible y que la fuerza de voluntad no era precisamente uno de tus fuertes.

Ocurrió que de un momento a otro empecé a sentirte rara, apenas hablabas y me rehuías. Dejamos de vernos, de hablarnos, y mi teléfono enmudeció por completo. Supe de inmediato que algo andaba mal y no tardaste en confirmarlo tras varios días de lamentables ambages. Quedamos por última vez en el mismo café donde nos habíamos conocido. Entonces me dijiste, tranquilamente, que te habías enamorado de otro, alguien que, para mis adentros, me figuré que supo ser mejor que yo y quizá sabrá hacerte más feliz. Con todo, no pude evitar enojarme, molesto por el tiempo que te habías demorado en decírmelo o, incluso, ocultándomelo. El amor nos vuelve estúpidos. Quizá quise sacar explicaciones donde no las había, tratando de comprender qué fue lo que falló en nuestra relación como si se tratara del mecanismo de un reloj que pudiera componerse de un día a otro. No soy especialmente bueno para juzgar bien los sentimientos de los demás. Me molesté, perdí la razón, no entendía nada. Tampoco lo tomaste a bien y decidiste borrarme de tu vida y me molesté aun más. De pronto había dejado de existir para ti, ¿cómo era posible eso? Aún ahora, no sé qué falló, o quizá no fallo nada, y soy yo el que no entiende cómo funcionan estas cosas. Hace unos días, en la televisión sonó una canción de Jeff Buckley y finalmente comprendí lo que quería decir con el amor es un frío y roto aleluya: El amor acaba, sin más, y suena tan simple pero cuesta tanto asimilarlo en medio de las balas.

Antes de Lucie yo pensaba que el amor era la alegría de saber que alguien existe. Tras algunas experiencias caóticas se había convertido en eso. Podía estar tranquilo sabiendo que alguien pensaba en mí, como si se tratara de una unión transparente que no invadiera mi soledad ni poseyera mi alma, todo por el miedo a ser lastimado. Pero ahora ya no puedo sentirme igual ni por asomo, es como si hubiese vivido en una hermosa ciudad que habiera tenido que dejar por la fuerza y de improviso, dejando tiradas las maletas, las postales y las fotos. Con el paso de los días la frustración se diluye, es verdad, junto con la ira y la pena, pero eso no es lo importante. Se va entendiendo lo que ha ocurrido, pero se lamenta que en el corazón de alguien pueda almacenarse todavía algo de rencor hacía el otro, y es algo que tenemos que quitarnos de encima porque es un escozor que no nos deja en paz y nos ata al pasado. Me inquieta la idea de odiar a alguien definitivamente como si todo lo que me hubiera hecho fuera daño, cuando sobretodo hubo momentos en que tuvimos felicidad, alegría y parecía que todo iba a salir bien. Incluso que alguien piense que todavía le odio, me intranquiliza. La vida se me hace demasiado corta para tener una prisión imaginaria de compañeros, amigos, amantes, que por el hecho de ya no serlo no podré volver a mirarles a los ojos ni decirles: ¿Cómo estáis? Espero que seáis felices ahora.

Quisiera terminar esta historia diciendo que un día volvimos a tomar un café e hicimos las paces, aunque ya tuviéramos rumbos distintos, porque con lo difícil que es la vida uno esperaría que en el arte las cosas salieran un poco mejor, ¿verdad?, por esa razón que amamos tanto los finales felices. Pero no fue así y no sé si vaya a suceder. Nuevamente estoy en Festa del Sol por vacaciones, el mundo sigue girando, la vida se mueve. Mientras espero que pase la llovizna sentado junto a la puerta, en la radio suena Friday, I'm In Love de The Cure. La música penetra mis oídos y me hace sonreír con ganas, antes de salir por el periódico. La primavera ha comenzado otra vez y afuera hace un día estupendo. El aire a mi alrededor viene impregnado de la agradable fragancia de la lluvia. Me siento animado de pronto, como si fuera a encontrar amor a la vuelta de la esquina, en cualquier parte. Pero esas cosas, desde luego, nunca se saben; y una vez que llegan, sabes que se irán, dejando sólo recuerdos y esa sensación de que el amor no era esto, que aunque me cueste tanto, tengo que aceptar.

Sí, el amor era esto.

Ariel

lunes, 16 de marzo de 2009

UNA TAZA DE TÉ

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Buenas tardes, señor, ¿venía usted a vernos? No se quede en la puerta, pase y siéntese. Mamá ha salido un momento, con mi hermana Elisa, pero vendrá enseguida. Si quiere, le preparará una taza de té, que le sale muy rico. No crea que lo hace con una de esas bolsitas que se meten en agua y ya está. No: ella mezcla varios tés, que tiene en unas latitas, en la cocina, y le pone otras cosas, algo diferente cada vez: vainilla, clavo, canela... Yo me quedo a su lado cuando lo prepara, porque me encanta ver cómo lo hace, y el olor tan bueno cuando abre las latitas. Estoy aprendiendo a hacerlo igual que ella, porque soy mayor, y me gusta mucho ayudar a mamá.

Bueno, ella también me ayuda a mí con los deberes, porque a veces no entiendo lo que explican en clase. La maestra empieza a contar cosas y parece que hay una puerta cerrada, y no puedo pasar. Me da tanta rabia que me dan ganas de llorar. Pero luego, cuando vuelvo a casa y se lo cuento a mamá, ella me acaricia el pelo, se sienta conmigo y me lo explica. Entonces la puerta se abre, y me doy cuenta de que es muy fácil, y me da risa, ¿cómo no he conseguido pasar antes? Mamá se ríe también, conmigo, ¡hasta Elisa se ríe de vernos reír! Eso que es muy chica y no entiende nada, pero a veces te mira de ese modo y parece que sí, que se entera. La verdad es que es muy lista, Elisa.

Antes, también le pedía a papá que me explicara las cosas del colegio, pero dejé de hacerlo porque con él no funcionaba. Es raro, él abría el libro, buscaba la lección y se ponía a decir palabras y más palabras, pero la puerta no se abría, era igual que con la maestra. Él me preguntaba si ya lo entendía y yo me quedaba callada. ¿Cómo no se daba cuenta? Él se ponía más impaciente cada vez, venga a preguntarme, y a mí me daban unas ganas enormes de ponerme a chillar. La verdad es que un día lo hice, pero él se enfadó, me dijo que era una niña imposible y me mandó castigada al cuarto. ¡Lo que faltaba! ¡Si la culpa era suya! Me dio tanta rabia que no contesté cuando me llamaron a la hora de la cena. Al poco rato, sentí que se abría la puerta, y me metí debajo de la cama. Oí unos pasos muy suaves, alguien levantó la colcha y vi la luz de la habitación, y a mamá, ahí agachada, mirándome con esa sonrisa suya. Me tendió la mano y esperó a que yo se la cogiera para ayudarme a salir. Vaya pelos que te has puesto, me dijo riendo. Anda, voy a peinarte antes de ir a cenar. Me gusta mucho cuando me peina, así, pasando el cepillo sin prisa, y el pelo queda tan suave, y tan brillante. Después, se me quedó mirando en el espejo y me dio un beso. Ahí nos tuvimos que reír otra vez, porque llegó Elisa y se puso a gritar que ella también quería. Mamá nos abrazó a las dos, y estábamos tan contentas cuando oímos a papá que nos llamaba desde el comedor con una voz muy antipática. Mamá nos soltó y nos mandó que fuéramos a cenar. Él nos estaba esperando, muy serio, como siempre. Yo me senté en mi sitio y me comí todo lo que me pusieron, porque sabía que era lo que quería mamá, pero a él no le miré ni una vez.

Así que, desde ese día, no volví a pedirle a papá que me explicara nada. De todos modos, casi siempre venía tarde a casa, y para entonces ya estábamos mamá y yo sentadas frente a la mesa, con el libro delante y Elisa enredando por ahí, con su muñeca, porque ella aún no va al colegio ni tiene que hacer deberes que no entiende, menuda suerte. Algunos días estábamos ya cenando cuando papá llegaba, y de pronto el comedor se ponía tan serio, y teníamos que comer con la espalda recta y coger bien los cubiertos. Ni hablar de hacer cosquillas a Elisa por debajo de la mesa si no queríamos acabar castigadas. En cuanto terminábamos, nos mandaba a la cama. No podíamos protestar porque todavía era muy pronto, porque él se ponía más serio aún, diciendo que los niños no deben replicar a los mayores y no sé qué de lo necesario que es el descanso.

Con un poco de suerte, mamá venía después a contarnos esas historias que se inventa, donde hay princesas que tienen nuestros nombres. Pero otras veces, al terminar la cena, él la cogía de la mano y le decía: Amalia, quédate conmigo un rato, anda, que nunca puedo estar contigo. Prepara uno de esos tés que te salen tan ricos y nos los tomamos juntos, amor. Esas noches, mamá no venía a nuestro cuarto a contarnos historias.

Algunos domingos, papá nos llevaba de paseo. Se plantaba silbando en la cocina, donde ya estábamos desayunando nosotras, le daba un beso a mamá y le decía: me llevo a estas chicas, mientras tú preparas la comida, así no te dan guerra. La verdad es que yo prefería quedarme en casa, ayudándola, pero cuando intentaba decírselo, ella se me quedaba mirando, y yo me callaba. Así que nos íbamos con papá, pero era muy aburrido, nada más que ir por el parque andando, o saludando a señores muy serios, o peor aún, a señoras gordas que nos daban besos húmedos. Yo me quedaba mirando a los niños que pasaban en bicicleta, y me hubiera gustado tener una para correr y correr cada vez más rápido, y sentir el aire en la cara, el pelo volando hacia atrás, y pensaba que luego mamá, en casa, se habría reído de verme tan despeinada y me hubiera pasado el cepillo por el pelo, así, suavecito, como ella sabe. Un día me atreví a decirle a papá que yo quería una bicicleta para mi cumpleaños, que no pediría ningún otro regalo, ni por Reyes, ni nada. Él meneó la cabeza, dijo no sé qué del dinero y que ya veríamos, que es la manera que tienen los adultos de decir que no.

De todas formas, eso era sólo los domingos. Los demás días, ya le digo, llegaba por las tardes, siempre con la cara tan seria y parecía que cerraba de golpe las puertas que había abierto mamá. Ya no podíamos seguir con las lecciones; además, daba igual, porque yo ya no entendía nada y se me hacía un nudo en la garganta. Hasta Elisa, que es muy chica y no se entera, se ponía a hacer pucheros, y a él sólo se le ocurría decir que esa niña estaba muy consentida, y que la culpa era de mamá. A mi me daba mucha rabia, pero sabía que era mejor no decir nada, si no quería que me castigara. Luego, eran las cenas tan aburridas, ponte derecha, mira cómo coges el cuchillo. Menos mal que más tarde mamá venía a nuestro cuarto a darnos las buenas noches, y nos traía algún dulce, o un trozo de chocolate, aunque a mí me gustaban mucho más las historias que se inventaba.

Una noche, estábamos ya acostadas cuando llegó él. Mamá estaba con nosotras, contándonos un cuento estupendo, de unas niñas bandoleras que vivían muchas aventuras. Hasta Elisa, que se enteraba sólo de la mitad, ponía los ojos como platos y decía bajito: bandoleras, bandoleras, porque no conocía la palabra, y le daba risa de tanto repetirla. Pero entonces él llamó desde el comedor: Amalia, anda, ven aquí, que me apetece mucho ese té que me preparas. Ella contestó sin moverse que estaba con nosotras, pero él la llamó otra vez, con voz de enfado. Las risas se volaron del cuarto, y nos quedamos las tres muy serias. Mamá miró hacia la puerta y, por un momento, estoy segura, estuvo a punto de gritar que no, que quería quedarse con nosotras, pero apretó los labios y se quedó callada. Entonces, volvimos a oírle: vamos, Amalia, ven conmigo, que no te he visto en todo el día y quiero mi té. Antes de que ella dijera nada, yo me acerqué a su lado y le dije al oído: sí, mamá, vete con él y prepárale ese té, uno muy especial. Nos quedamos mirando un momento, sólo un momento. Enseguida se puso de pie y fue hacia la puerta. Elisa se puso a protestar, pero mamá le prometió que muy pronto le contaría el final del cuento.

Aquella noche oí ruidos extraños, pasos, puertas que se abrían, o a lo mejor lo soñé todo. Al día siguiente no me llamaron para ir al colegio. Yo me quedé en la cama, escuchando el silencio que se había hecho en la casa. Al fin, vino mamá a buscarnos, con cara de haber llorado. Elisa se puso a llorar al verla, pero eso también parecía parte del sueño, como nuestros vestidos negros, tan feos, y también todos esos señores con cara seria que llenaron nuestra casa, y las señoras gordas que se sonaban fuerte con el pañuelo y nos daban besos húmedos diciendo pobrecitas, pobrecitas.

Mucho después, me di cuenta de que ya era de noche y estábamos las tres en el salón, donde ya no estaba papá. Mamá nos abrazó y dijo que era hora de ir a la cama. Nos puso nuestros camisones blancos de siempre y se llevó los vestidos negros, que no volvimos a ver. Esa noche tampoco hubo historia, pero ni Elisa ni yo le pedimos que nos la contara, porque estábamos muy cansadas, y yo sabía que mamá también lo estaba.

Desde entonces, vivimos las tres solas. Al principio, resultaba raro y parecía que no teníamos ganas de nada; mamá se quedaba mucho rato mirando a un sitio, muy lejos, que sólo veía ella. Pero un domingo, no sé cómo, mientras desayunábamos, nos miramos las tres y nos pusimos a reír, nos reímos como locas, hasta que a Elisa le dio hipo, y entonces nos reímos más todavía. Yo creo que las puertas volvieron a abrirse entonces y ya no se han cerrado más, y así se está bien, porque entra el sol, el aire fresco y alguna mosca despistada. Mamá ahora se va a trabajar por la mañana, pero yo le ayudo con las faenas cuando llego del colegio. Así, nos da tiempo de hacer juntas los deberes, mientras Elisa les canta canciones a sus muñecas. Por la noche, no nos importa irnos pronto a la cama, porque sabemos que allí nos está esperando la continuación de las historias que inventa mamá.

¿Se va usted ya? Mire que mamá llega enseguida, no tarda ni un minuto. ¿No quiere esperar un poco, para que le prepare una tacita de té?

Hornimans

jueves, 12 de marzo de 2009

ACCIDENTADO VIAJE EN AUTOBÚS

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Es un día soleado aunque de rayos ténues. Apenas noto el calor en el cristal, el suficiente para sentir su efecto ensoñecedor. Tras un duro día volando de un lugar a otro es imposible no caer en la tentación, mi cabeza cae milímetro a milímetro, segundo a segundo. ¿Qué es lo que me produce este bienestar? ¿los rayos de sol? ¿o el leve movimiento de mi alrededor?
Al cielo azul le van ganando los tonos anaranjados y rojizos. El día termina y las aventuras acaban por hoy, ¡¿o eso es lo que pensaba?! Oh… ¿por qué mi culo se ha estampado contra el cristal? Quizá no haya sido lo más acertado volver a casa en autobús. ¡Vaya frenazo!
¡Ah! ¿Quién ha apagado la luz? ¡No puede ser que ya se haya hecho de noche! ¡Si hace un rato tenía el sol enfrente! Otro frenazo ha provocado que me cuele por la ranura que hay entre el cristal y el plástico que lo sujeta. Me siento presionada aquí dentro pero creo que ha sido el golpe, no me costará salir.
Vaya… ¿qué es eso que brilla? Tras sacar la lengua descubro que es polvo grasiento, ya podría haber sido un trocito de caramelo que se le hubiese caído a alguien. De todos modos no pensaba comer nada hasta la hora de cenar y más ahora que estamos en invierno, se trabaja menos y los kilos se asientan.
A duras penas salgo de mi agujero y encuentro un par de ojos enormes acechándome. ¡Qué pasa señora! ¡¿Nunca ha visto tropezar a una mosca?! No acabo de encontrar el equilibrio que un manotazo de la señora me estampa contra el asiento de enfrente. ¡Qué falta de respeto! ¿Me meto yo con usted? Decido irme más hacia atrás, justo detrás del asiento de la señora maleducada que está vacío, seguro que aquí nadie me molesta.
Unos minutos de tranquilidad y un nuevo frenazo. Éste me impulsa hacia delante, mi vida y la de la señora desagradable vuelven a cruzarse, pero esta vez me siento enredada por una apestosa pelambrera, ¡¿pero qué hace con tirantes en pleno invierno?! ¡señora, dúchese! ¡me ahogo! Un nuevo manotazo me devuelve a mi posición original.
Parece que me estoy quedando dormida cuando aparece una señora con un bebé en brazos, qué carita más simpática y ¡ay, qué manos más largas! “¡Caca!” le dice la supuesta madre al mismo tiempo que todo se vuelve oscuro y me veo rodeada de babas. “¡Oiga, que yo soy muy limpia, es por la señora de delante que le canta la sobaquera!” le digo mientras su dedo me arrastra hacia la luz.
Sin dudarlo, bajo en la siguiente parada. Lo que queda de camino prefiero hacerlo volando, no tengo ganas de saber qué más puede depararme el futuro en este autobús. Además así me seco y me ventilo un poco, que con todo lo que me ha caído encima, ¡cualquiera duerme!
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La cabra loca

MI AMIGA

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Su color es blanco, blanco como el invierno, como la flor del almendro, como la inocencia. Su mirada es blanca, blanco su corazón, blancas las palabras que brotan de su blanca boca.

Es olor a mar salado, a salitre, un olor natural, refrescante y relajante; olor a playa, a verano, a vacaciones, a descanso.

Suena a guitarra española, a suaves acordes con notas agudas, a dueto de cuerdas que hace tiempo tocábamos los dos.
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Quisquilla

miércoles, 11 de marzo de 2009

EL PASO DEL TIEMPO

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Aquella mañana, cuando llegó a abrir su perfumería, encontró el escaparate tapado por una fea capa de carteles publicitarios.

Renegando, abrió la puerta, llenó un cubo de agua, buscó algo para raspar, arrancó los carteles renegando y, renegando, dejó los cristales limpios y relucientes. Seguro que habían sido esos emigrantes, que trabajan por cuatro perras en lo que sea y hacen las cosas de cualquier manera. Luego, tiró el agua sucia y se sentó tras el mostrador, rodeada de colonias, jabones, clips para el pelo, espumas de afeitar, cepillos, pasadores y todo tipo de fruslerías, dispuesta a atender a la clientela. No era un gran esfuerzo, compuesta como estaba por unas pocas señoras mayores que llevaban comprándole peines desde que se estableció en el barrio, de esto hacía casi treinta años, y que le daban conversación, si no grandes beneficios. A las siete, como todas las tardes, echó el cierre y se marchó a su casa. Para entonces, casi había olvidado el incidente de los carteles.

Pero al día siguiente volvió a recordarlo. Porque alguien había vuelto a empapelarle el escaparate. ¿Cómo era posible? Con meticuloso rencor, volvió a dejarlo todo limpio, sin rastro de papel ni cola de pegar. Después, como todos los días, se dispuso a atender a sus pocas y fieles clientas.

El siguiente día se repitió el disgusto y la limpieza. Como si ella, a su edad, tuviera energías y fuerzas para hacer semejante trabajo, qué vergüenza, tener tan poca consideración con una señora, a ver si no podían irse con sus cartelitos a otro lado. Lo mismo sucedió el día siguiente, y el otro, y el otro. Al principio, trató de averiguar quién le tapaba el escaparate, pero, aunque había madrugado, aunque había sacrificado alguna hora de sueño para acercarse por la noche para pillarlo con las manos en la masa, nunca había conseguido ver a nadie. Lo comentó con sus viejas parroquianas, pero ellas apenas le contestaron con alguna frase hecha sobre lo mal que estaba todo en estos días, o hablando de los muchos dolores de que disfrutaban o de lo mal que educaban sus nueras a los niños. Así que acabó dándose por vencida y pasó a considerar la limpieza diaria una rutina molesta.

Lo malo es que la capa de carteles cada vez parecía más espesa y era más difícil de arrancar. No se explicaba por qué, pero eran carteles amarillentos, que desprendían polvo sólo con tocarlos, parecían cada vez más viejos. ¿Quién podía ser el perturbado que se entretenía en pegar carteles que se caían a pedazos? Así, cada día se sentía más cansada cuando se sentaba, al fin, frente al mostrador, rodeada de sus mercancías de toda la vida. Para peor, cada vez le costaba más abrir la cerradura de la puerta. Debía ser por el cansancio, claro, dormía mal, el trabajo extra con los carteles cada vez le quitaba más energía, ella ya no estaba para esos trotes.

Hasta que una mañana, la cerradura se negó en redondo a todos sus esfuerzos. La llave no giraba, y los dedos se le quedaron manchados de óxido cuando forcejeó con ella. ¿Qué hacer? Miro a su alrededor, desorientada, reparando más que nunca en la sucia capa de carteles con que, como todos los días, le habían tapado el escaparate. Al fin, se atrevió a dirigirse a un muchacho, pidiéndole que le ayudara a abrir, anda, hijo, se ve que yo no tengo fuerza. Él la miró extrañado, y ante su insistencia intentó una excusa que ella no llegó a comprender. Siguió porfiando hasta que el muchacho tomó la llave y la introdujo con dificultad en la cerradura. Le costó un rato de esfuerzo y sudores, pero, al fin, consiguió entreabrir la puerta. Le devolvió la llave con una amplia sonrisa de triunfo: ya está, señora, pero vaya si me ha costado, claro, ya se ve que llevaba mucho tiempo sin abrirse. Ella se puso a rebuscar unas monedas en el bolso, que él rechazó con un gesto amable, no ha sido nada, señora, mientras se marchaba calle abajo. Empujó entonces la puerta, que aún se resistió un poco a sus esfuerzos antes de ceder, con un ruido desencajado.

Miró, sin comprender, el oscuro interior, poblado tan sólo por algunos folletos de propaganda amontonados contra la puerta y por el polvo, años de polvo y telarañas. Tirada en un rincón, la silla rota y al fondo el mostrador, ya más astillas que otra cosa, con el cristal rajado y un par de viejos peines olvidados por el tiempo.

Madelin Usher

martes, 10 de marzo de 2009

METAFÍSICA DE LOS NÚMEROS

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Uno…, dos, tres…, cuatro…

Uff. Sofía inspiró fuerte mientras asomaba el valor necesario para salir de aquella esquina en la penumbra. A solo dos pasos, un radiante sol llenaba las calles de pies paseantes, saltitos de gorriones y algún chicle espachurrado, y ella debía unirse al tranquilo rodar del mundo como si esta vez no pasara nada. Hacía tiempo que no se acercaba tanto a la plaza donde ocurrió, y esta vez era solo cuestión de adelantar una pierna con paso firme.
Al salir de su escondite por fin, la brisa agitó con fuerza sus cabellos, los mecía en bellos pero macabros devaneos que le hacían recordar su esencia de juguete.

Dos por dos, cuatro; dos por tres, seis.
Su vecina de pupitre comía cáscaras de naranja, las chulitas de la clase hablaban de peinados y ropa nueva, y los niños enseñaban su cosita a quien quisiera verla. Pero Sofía prefería estar sola, soñar con lápices voladores para levitar al ras de los tejados de casas de chocolate. Cuando llegaba a casa subía rápido la escalera de su alta litera, pensando que llegaba hasta las estrellas, y observaba desde allí los ojos tristes de su madre, que -jamás supo por qué- siempre lloraba.

Trece.
Tengo trece años, pero estoy enamorada de ti.
Aquel verano, después de toda una vida de miradas furtivas desde la ventana, confesó su amor a su vecino de enfrente. Cogió uno de sus juegos de papel de cartas, el de olor a manzana decorado con macetas, y escribió decidida algo que no debía seguir guardado por más tiempo:

Cuando paso por tu lado, se me ilumina la cara. He soñado contigo ya diez veces, y en todos los sueños apareces como un ángel. No sé si te habrás fijado en mí, a veces me paso la tarde mirándote jugar al baloncesto mientras escucho música en mi mp3, pero nunca me has dicho nada. Sé que tienes 22 años. Yo tengo trece. Tengo trece años, pero estoy enamorada de ti.
Si quieres contestarme, mi dirección de Messenger es:
minombrextunombre@hotmail.com


Seis, cinco, cuatro, tres…, dos, uno…
¡¿Puedo abrir ya los ojos?! Su vecino le había preparado un encuentro sorpresa. Su casa se quedaba sola, y después de haber hablado varias semanas por el Messenger, había llegado el momento de compartir su amor en persona. Sofía no entendía por qué no habían ido antes a la heladería, o al parque, pero él le explicaba que así era más emocionante, algo que en realidad le daba un toque mágico a su historia.
Cogidos de la mano, empezaron a ver su primera película juntos. Los besos, caricias y gemidos en la pantalla, empezaban a resultar incómodos, pero Sofía quería parecerle a su amor una chica mayor, interesante. Y las chicas mayores e interesantes no se ruborizaban por escenas de sexo.
«Creo que todas las mujeres deberían probar el sexo con otras mujeres, al fin y al cabo, entre nosotras nos entendemos mejor». Las conversaciones de su hermana mayor le servían para hacerse la madura delante de su vecino que, ya bizco, le acariciaba la cara adulándola por su bonito físico: «Te deseo, Sofía».

Diez o doce.
Sí, creo que me habré enrollado ya con diez o doce chicos. ¿Y tú, Sofía?
Sus amigas se burlaban maliciosas, porque a sus diecisiete años nunca la habían visto con un chico. Nadie sabía que, en realidad, ella era la chica más atrevida del instituto, ya que tenía una historia secreta con un chico mucho mayor, y había perdido la virginidad incluso antes de tener la regla.
Su historia –pensaba- era la mejor. Aunque siempre se vieran a escondidas, aunque él siempre bromeara con que podían meterlo en la cárcel -algo que a Sofía le daba mucha risa-. Aunque nunca la hubiera llevado a bailar o a cenar, aunque nunca hubieran paseado cogidos de la mano. Aunque él tuviera una novia oficial de su edad -que dejaría en cuanto Sofía cumpliese los dieciocho-. Aunque siempre estuviera sola.
Sofía se consolaba con que, a su lado, se sentía muy especial. «Qué inteligente eres para tu edad», le decía siempre su vecino, y qué comprensiva. Tenían conversaciones de existencialismo y de sexo, en las que se sentía orgulloso de ella por aceptar que las cosas no son fáciles, ni simples; por seguir con madurez sus juegos de mayores. Conversaciones en las que la ingenuidad de Sofía moría cada día un poco más, disfrazada de snobismo y necesidad de ser amada por alguien.

Uno, dos, tres, cuatro…
¡¿Ya?!.
Sofía se sentía especialmente sola aquella noche, y había salido a pasear atraída por el extraño influjo de la luna llena. Al acercarse al sitio especial donde se reunía con su vecino, vio cómo una chica del barrio, de unos trece años, estaba sentada junto a él; tenía los ojos cerrados esperando a que el chico le enseñara el regalito que le había traído para celebrar su primer encuentro especial a solas.

Agnés