viernes, 6 de marzo de 2009

UNA ANÉCDOTA

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Como su novio tiene que desplazarse unos días en viaje de trabajo, ella decide pasar el fin de semana en un balneario cercano y reunirse el domingo a la hora de la comida. Él celebra la idea: estupendo, te vendrá bien un poco de descanso, trabajas demasiado.

Llega al balneario el viernes por la tarde. Mientras le atienden en recepción, observa el sitio con ojo crítico. No está mal, aunque los empleados son un poco demasiado lentos. Impaciente, piensa que no hay razón para que tarden tanto en anotar sus datos y darle la llave, no es una tarea muy difícil, que digamos.

Para colmo, al llegar a la habitación, al maletero se le cae al suelo el neceser, cómo puede ser tan torpe. Responde fríamente a sus disculpas azoradas y apenas presta atención a sus explicaciones sobre el funcionamiento del aire acondicionado y las luces. El muchacho se despide con timidez y se queda un momento indeciso junto a la puerta, sin que ella se dé por aludida.

El incidente la deja malhumorada: la verdad, una viene a estos sitios para olvidarse de las tensiones del trabajo y, mira por dónde, acaba encontrando la misma ineptitud allá donde vaya, también es mala suerte. Las cosas mejoran cuando baja al restaurante y comprueba que la cena es excelente y el servicio aceptable, así que vuelve a su habitación casi reconciliada con el lugar.

A la mañana siguiente, se dirige a la piscina termal, dispuesta a matar el tiempo hasta la hora del masaje. Comprueba con disgusto que hay demasiada gente y decide entrar en la sala de relax. Afortunadamente, está vacía: se ve que todo el mundo prefiere chapotear en el agua. Mejor para ella. Deja a un lado el albornoz y se acomoda en una tumbona, dejándose llevar por la música chill out, un poco ridícula, es cierto, con tanto sonido de ola y tanto pajarillo, pero ideal para relajarse, con ayuda de la casi total oscuridad.

Un rato más tarde, casi dormida, escucha el sonido de la puerta al abrirse, seguido de unos pasos cautos. Piensa, confusamente, que es un fastidio que alguien venga a perturbar ese momento tan plácido. Mientras no le dé por hablar… Entonces, se da cuenta de que el recién llegado está junto a ella: puede oír su respiración muy cerca. Molesta, intenta decirle que se aparte, pero se lo impide una mano firme que se posa sobre su boca. Con docilidad, como en trance, se deja hacer, los ojos cerrados, mientras las manos desconocidas le quitan hábilmente el sujetador del bikini, y se apoderan de sus pechos, despertándolos. Las siente acariciar la curva suave de su vientre, las nalgas, bajarle la braga del bikini hasta los tobillos, subir luego por sus muslos y separarlos, para que los dedos puedan demorarse en los húmedos rincones de su sexo, deslizarse dentro de ella, que se abandona sin resistirse. Pero de pronto las manos rodean su cabeza y conducen su boca hacia una polla que no admite excusas. Entonces, ella se entrega del todo, con pasión y entusiasmo, adelantándose a los deseos que le insinúan apenas las manos sobre su nuca.

Cuando todo termina, ella intenta mirar, por primera vez, pero una mano le tapa los ojos y una voz imperativa le susurra al oído: “no mires”. Luego, siente las manos volviendo a su sitio la braga del bikini y después nada, sólo el sonido de la puerta al cerrarse. Se queda un rato sin moverse, mientras el canto de las olas y los querubines falsos sigue arrullándola. Casi diría que lo ha soñado, si no fuera porque el sujetador está junto a ella, en la tumbona. Entonces, cae plenamente en la cuenta de lo que ha pasado. Una ola de rubor le cubre el rostro. ¿Y si hubiera entrado alguien? Se coloca el sujetador deprisa, se pone el albornoz y sale, echando furtivas miradas a su alrededor. Nadie parece reparar en ella. Respira hondo, mira el reloj y comprueba que apenas ha pasado media hora.

Se pasa el resto del día buscando esas manos en los hombres con los que se cruza, sin encontrarlas. Tampoco las descubre en los masajistas, en su contacto tan profesional: imposible confundirlas. Aquéllas eran fuertes, firmes, pero tan suaves al tiempo… se estremece al recordarlo. Por la noche, sigue dando vueltas a lo ocurrido. Se duerme preguntándose quién será el dueño de esas manos, para despertarse al día siguiente con la certeza de que no lo sabrá nunca. Se encoge de hombros. Bueno, qué importa, al fin y al cabo, ha sido una anécdota, sin más.

Después de desayunar, llama a su novio y le asegura que está deseando verle, que el balneario no está mal, pero es un poco aburrido estar allí sola. Sí, enseguida irá a buscarle. Baja a recepción, paga la cuenta y pide que se ocupen de las maletas. Acude el mismo maletero del primer día. Cuando termina de colocar el equipaje, se queda junto al coche, las manos a la espalda. Ella busca sin mucho interés en el monedero y se vuelve al fin hacia él. “Lo siento”, le dice, “no tengo nada suelto”. “No se preocupe, señora, no es necesario”. Ella sube al coche sin mirarle y arranca. Él permanece todavía un momento en el mismo sitio, sin moverse. Luego, se encamina hacia el hotel, mientras murmura entre dientes: “ha sido un placer”.

Arturo Cañas