lunes, 9 de marzo de 2009

UN VIERNES CUALQUIERA

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Era viernes a última hora, simplemente un viernes más, sin nada especial que lo delatase.

Había pasado la tarde en casa, como todas las semanas, con mil obligaciones rondándome la cabeza y ninguna acción física para llevarlas a cabo. Incluso tenía en mente alguna no-obligación: llamadas pendientes, cosas personales que organizar... que tampoco quedarían concluidas en aquella ocasión.

Tenía clarísimo (cristalino, prístino a decir verdad) que el tiempo que hoy no invirtiese en mis obligaciones lo iba a pagar con el sudor de mi frente, lo iba a restar a mis horas de sueño, de ocio y de felicidad compartida, el último fin de semana, justo el anterior a ese mítico día en que tienes que presentar tu trabajo sin poder postergarlo ni un segundo más y resulta que te das cuenta de que tus cálculos temporales hacen aguas por todas partes; de pronto eres consciente de que necesitas 50 horas (y no 20, como intuías al principio) y solo te quedan 48… Sin embargo todo aquello parecía no importar en aquel preciso instante.

Fuera el aire aullaba mientras las gotas, como lanzadas por una fuerza superior, golpeaban los cristales de la habitación. No tenía intención alguna de salir de casa en un día tan desapacible y me disponía a continuar dilapidando, segundo a segundo, todas las preciosas horas que tenía por delante hasta que tú regresaras.

Un rato largo después, tras navegar por mis webs habituales, no supe qué más hacer (o más bien no quise hacer nada de lo que tenía pendiente) y decidí que quizás no era tan mala idea salir a dar una vuelta. Al fin y al cabo, la lluvia siempre me ha fascinado. Me gusta dejarme mojar por las gotas, aunque suelo hacerlo preferentemente durante el verano, cuando la agradable sensación de humedad te sirve además, como refresco natural.

Cerré la puerta tras de mí y salí del portal. No era verano y a aquellas horas de la tarde, el cielo encapotado contribuía a oscurecer aún más el ambiente. Por suerte las farolas de la calle ya estaban encendidas, de modo que, si bien la oscuridad lo impregnaba prácticamente todo, pequeñas islas de luz surgían cada pocos metros y me ayudaban a dirigir mis pasos.

Confieso que mi intención inicial era la de dar un rodeo por el barrio, desierto a causa del clima, y volver a casa para comprobar si esa improvisada terapia surtía el efecto deseado: conseguir centrarme y empezar a trabajar en lugar de perder todo mi tiempo disponible. No obstante, cuando empecé a caminar no supe pararme ni adopté un rumbo concreto, y cuando quise darme cuenta estaba empapada, calada hasta los huesos y a varios kilómetros de mi casa. Eran prácticamente las nueve de la noche y me sentí completamente perdida…

El otro día una periodista joven se acercó a mí y me preguntó cómo una persona podía terminar viviendo en la calle. También me preguntó si no echaba de menos la comodidad de un hogar, la alimentación, el abrigo… y me ofreció la posibilidad de “reinsertarme” en la sociedad… Yo me limité a sonreír y me di media vuelta…

¿Cómo le explicas a alguien que no hay ningún motivo? ¿Cómo le dices “Yo era como tú hasta que decidí no serlo”?

Lo único de lo que me arrepiento es de no haberte incluido en mi huida, de haber partido sin más… en todos estos años no he querido imaginar tu angustia… la tuya y la de todos los demás…
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Teresa Soto