lunes, 16 de marzo de 2009

UNA TAZA DE TÉ

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Buenas tardes, señor, ¿venía usted a vernos? No se quede en la puerta, pase y siéntese. Mamá ha salido un momento, con mi hermana Elisa, pero vendrá enseguida. Si quiere, le preparará una taza de té, que le sale muy rico. No crea que lo hace con una de esas bolsitas que se meten en agua y ya está. No: ella mezcla varios tés, que tiene en unas latitas, en la cocina, y le pone otras cosas, algo diferente cada vez: vainilla, clavo, canela... Yo me quedo a su lado cuando lo prepara, porque me encanta ver cómo lo hace, y el olor tan bueno cuando abre las latitas. Estoy aprendiendo a hacerlo igual que ella, porque soy mayor, y me gusta mucho ayudar a mamá.

Bueno, ella también me ayuda a mí con los deberes, porque a veces no entiendo lo que explican en clase. La maestra empieza a contar cosas y parece que hay una puerta cerrada, y no puedo pasar. Me da tanta rabia que me dan ganas de llorar. Pero luego, cuando vuelvo a casa y se lo cuento a mamá, ella me acaricia el pelo, se sienta conmigo y me lo explica. Entonces la puerta se abre, y me doy cuenta de que es muy fácil, y me da risa, ¿cómo no he conseguido pasar antes? Mamá se ríe también, conmigo, ¡hasta Elisa se ríe de vernos reír! Eso que es muy chica y no entiende nada, pero a veces te mira de ese modo y parece que sí, que se entera. La verdad es que es muy lista, Elisa.

Antes, también le pedía a papá que me explicara las cosas del colegio, pero dejé de hacerlo porque con él no funcionaba. Es raro, él abría el libro, buscaba la lección y se ponía a decir palabras y más palabras, pero la puerta no se abría, era igual que con la maestra. Él me preguntaba si ya lo entendía y yo me quedaba callada. ¿Cómo no se daba cuenta? Él se ponía más impaciente cada vez, venga a preguntarme, y a mí me daban unas ganas enormes de ponerme a chillar. La verdad es que un día lo hice, pero él se enfadó, me dijo que era una niña imposible y me mandó castigada al cuarto. ¡Lo que faltaba! ¡Si la culpa era suya! Me dio tanta rabia que no contesté cuando me llamaron a la hora de la cena. Al poco rato, sentí que se abría la puerta, y me metí debajo de la cama. Oí unos pasos muy suaves, alguien levantó la colcha y vi la luz de la habitación, y a mamá, ahí agachada, mirándome con esa sonrisa suya. Me tendió la mano y esperó a que yo se la cogiera para ayudarme a salir. Vaya pelos que te has puesto, me dijo riendo. Anda, voy a peinarte antes de ir a cenar. Me gusta mucho cuando me peina, así, pasando el cepillo sin prisa, y el pelo queda tan suave, y tan brillante. Después, se me quedó mirando en el espejo y me dio un beso. Ahí nos tuvimos que reír otra vez, porque llegó Elisa y se puso a gritar que ella también quería. Mamá nos abrazó a las dos, y estábamos tan contentas cuando oímos a papá que nos llamaba desde el comedor con una voz muy antipática. Mamá nos soltó y nos mandó que fuéramos a cenar. Él nos estaba esperando, muy serio, como siempre. Yo me senté en mi sitio y me comí todo lo que me pusieron, porque sabía que era lo que quería mamá, pero a él no le miré ni una vez.

Así que, desde ese día, no volví a pedirle a papá que me explicara nada. De todos modos, casi siempre venía tarde a casa, y para entonces ya estábamos mamá y yo sentadas frente a la mesa, con el libro delante y Elisa enredando por ahí, con su muñeca, porque ella aún no va al colegio ni tiene que hacer deberes que no entiende, menuda suerte. Algunos días estábamos ya cenando cuando papá llegaba, y de pronto el comedor se ponía tan serio, y teníamos que comer con la espalda recta y coger bien los cubiertos. Ni hablar de hacer cosquillas a Elisa por debajo de la mesa si no queríamos acabar castigadas. En cuanto terminábamos, nos mandaba a la cama. No podíamos protestar porque todavía era muy pronto, porque él se ponía más serio aún, diciendo que los niños no deben replicar a los mayores y no sé qué de lo necesario que es el descanso.

Con un poco de suerte, mamá venía después a contarnos esas historias que se inventa, donde hay princesas que tienen nuestros nombres. Pero otras veces, al terminar la cena, él la cogía de la mano y le decía: Amalia, quédate conmigo un rato, anda, que nunca puedo estar contigo. Prepara uno de esos tés que te salen tan ricos y nos los tomamos juntos, amor. Esas noches, mamá no venía a nuestro cuarto a contarnos historias.

Algunos domingos, papá nos llevaba de paseo. Se plantaba silbando en la cocina, donde ya estábamos desayunando nosotras, le daba un beso a mamá y le decía: me llevo a estas chicas, mientras tú preparas la comida, así no te dan guerra. La verdad es que yo prefería quedarme en casa, ayudándola, pero cuando intentaba decírselo, ella se me quedaba mirando, y yo me callaba. Así que nos íbamos con papá, pero era muy aburrido, nada más que ir por el parque andando, o saludando a señores muy serios, o peor aún, a señoras gordas que nos daban besos húmedos. Yo me quedaba mirando a los niños que pasaban en bicicleta, y me hubiera gustado tener una para correr y correr cada vez más rápido, y sentir el aire en la cara, el pelo volando hacia atrás, y pensaba que luego mamá, en casa, se habría reído de verme tan despeinada y me hubiera pasado el cepillo por el pelo, así, suavecito, como ella sabe. Un día me atreví a decirle a papá que yo quería una bicicleta para mi cumpleaños, que no pediría ningún otro regalo, ni por Reyes, ni nada. Él meneó la cabeza, dijo no sé qué del dinero y que ya veríamos, que es la manera que tienen los adultos de decir que no.

De todas formas, eso era sólo los domingos. Los demás días, ya le digo, llegaba por las tardes, siempre con la cara tan seria y parecía que cerraba de golpe las puertas que había abierto mamá. Ya no podíamos seguir con las lecciones; además, daba igual, porque yo ya no entendía nada y se me hacía un nudo en la garganta. Hasta Elisa, que es muy chica y no se entera, se ponía a hacer pucheros, y a él sólo se le ocurría decir que esa niña estaba muy consentida, y que la culpa era de mamá. A mi me daba mucha rabia, pero sabía que era mejor no decir nada, si no quería que me castigara. Luego, eran las cenas tan aburridas, ponte derecha, mira cómo coges el cuchillo. Menos mal que más tarde mamá venía a nuestro cuarto a darnos las buenas noches, y nos traía algún dulce, o un trozo de chocolate, aunque a mí me gustaban mucho más las historias que se inventaba.

Una noche, estábamos ya acostadas cuando llegó él. Mamá estaba con nosotras, contándonos un cuento estupendo, de unas niñas bandoleras que vivían muchas aventuras. Hasta Elisa, que se enteraba sólo de la mitad, ponía los ojos como platos y decía bajito: bandoleras, bandoleras, porque no conocía la palabra, y le daba risa de tanto repetirla. Pero entonces él llamó desde el comedor: Amalia, anda, ven aquí, que me apetece mucho ese té que me preparas. Ella contestó sin moverse que estaba con nosotras, pero él la llamó otra vez, con voz de enfado. Las risas se volaron del cuarto, y nos quedamos las tres muy serias. Mamá miró hacia la puerta y, por un momento, estoy segura, estuvo a punto de gritar que no, que quería quedarse con nosotras, pero apretó los labios y se quedó callada. Entonces, volvimos a oírle: vamos, Amalia, ven conmigo, que no te he visto en todo el día y quiero mi té. Antes de que ella dijera nada, yo me acerqué a su lado y le dije al oído: sí, mamá, vete con él y prepárale ese té, uno muy especial. Nos quedamos mirando un momento, sólo un momento. Enseguida se puso de pie y fue hacia la puerta. Elisa se puso a protestar, pero mamá le prometió que muy pronto le contaría el final del cuento.

Aquella noche oí ruidos extraños, pasos, puertas que se abrían, o a lo mejor lo soñé todo. Al día siguiente no me llamaron para ir al colegio. Yo me quedé en la cama, escuchando el silencio que se había hecho en la casa. Al fin, vino mamá a buscarnos, con cara de haber llorado. Elisa se puso a llorar al verla, pero eso también parecía parte del sueño, como nuestros vestidos negros, tan feos, y también todos esos señores con cara seria que llenaron nuestra casa, y las señoras gordas que se sonaban fuerte con el pañuelo y nos daban besos húmedos diciendo pobrecitas, pobrecitas.

Mucho después, me di cuenta de que ya era de noche y estábamos las tres en el salón, donde ya no estaba papá. Mamá nos abrazó y dijo que era hora de ir a la cama. Nos puso nuestros camisones blancos de siempre y se llevó los vestidos negros, que no volvimos a ver. Esa noche tampoco hubo historia, pero ni Elisa ni yo le pedimos que nos la contara, porque estábamos muy cansadas, y yo sabía que mamá también lo estaba.

Desde entonces, vivimos las tres solas. Al principio, resultaba raro y parecía que no teníamos ganas de nada; mamá se quedaba mucho rato mirando a un sitio, muy lejos, que sólo veía ella. Pero un domingo, no sé cómo, mientras desayunábamos, nos miramos las tres y nos pusimos a reír, nos reímos como locas, hasta que a Elisa le dio hipo, y entonces nos reímos más todavía. Yo creo que las puertas volvieron a abrirse entonces y ya no se han cerrado más, y así se está bien, porque entra el sol, el aire fresco y alguna mosca despistada. Mamá ahora se va a trabajar por la mañana, pero yo le ayudo con las faenas cuando llego del colegio. Así, nos da tiempo de hacer juntas los deberes, mientras Elisa les canta canciones a sus muñecas. Por la noche, no nos importa irnos pronto a la cama, porque sabemos que allí nos está esperando la continuación de las historias que inventa mamá.

¿Se va usted ya? Mire que mamá llega enseguida, no tarda ni un minuto. ¿No quiere esperar un poco, para que le prepare una tacita de té?

Hornimans