martes, 24 de marzo de 2009

INSPIRA

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Inspira

A los delincuentes de la mampara sin cuya inspiración este relato no hubiera sido posible.

-¡My my, at Waterloo Napoleon did surrender…!

Inspira, expira, inspira, expira.

Piensa, recuerda que la respiración es un proceso fisiológico por el cual los organismos vivos toman oxigeno del medio circundante y desprenden dióxido de carbono y que consta de dos fases: inspiración y espiración. Así que sigue inspirando y expirando.

Nada, que no funciona.

Probemos otra cosa…algo más oriental, más zen. Sé uno contigo mismo, concéntrate en tu yo interior.

Tampoco. No hay manera.

Visualiza una pradera, las montañas al fondo, las cabritas de Heidi… y el silencio, ¡ah! el silencio….

Silencio.

-¡Sí, hombre!, el emperador Vespasiano, el que inventó la vespa…

-A la mierda la respiración, el zen, el yo interior y las cabras de Heidi- piensas mientras golpeas a tu compañero de mesa con su portátil en la cabeza. Y es que en las bibliotecas hay que guardar silencio.

Mala leche

LA SONRISA ROTA

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Un foco de luz iluminaba la pista. Enfocando una figura solitaria. Un payaso de cara blanca, sonrisa alegre, nariz roja y ojos enmarcados por dos pequeñas cruces negras que acentuaban su mirada traviesa. Traje lleno de colores, igual que el sombrero, guantes blancos que agitaba mientras retorcía un globo entre sus manos, dándole forma de animal imposible. Al terminar, lo mostró en lo alto con una expresión divertida pero, al mirar hacia los asientos, las comisuras de sus labios dibujaron una sonrisa triste en su rostro. Aunque sólo duró un segundo, lo que tardó en llevarse a la boca otro globo y empezar a hincharlo…

Cruzó la puerta. Fuera, el viento levantaba del suelo papeles rotos y hojas marchitas, que juntos se arremolinaban en las esquinas, creaban pequeños tornados en medio del descampado, caían con desgana y se acumulaban en montones que nadie recogía.
Con gestos cansados se quitó la chaqueta que una vez había estado llena de colores brillantes, la que le había regalado su padre al ponerle en medio de la pista par enseñarle los trucos que ponían una sonrisa en el público. Había nacido en y para el circo. Ahora, mientras veía la tela ondear en el perchero, con sus tonos grises predominando, los hilos deshilachados en las mangas, en los bajos, los colores apagados, recordó los días en los que los niños llenaban las butacas y eran varios payasos sobre la arena, el más joven él, el último de una larga saga de artistas. Habían pasado cincuenta años.
Se sentó frente al espejo. Su reflejo iluminado por la única bombilla superviviente de las ocho que rodeaban el marco. Tocó una de las luces apagadas y vio como su guante quedaba manchado de polvo. Lo observó durante unos segundos. Después, tirando poco a poco y ayudado por la otra mano, se lo quitó. Repitió lo mismo con el guante que le quedaba. Descubrió que unos pequeños y amarillentos haces de luz se dibujaban sobre sus uñas mientras tocaba de nuevo las bombillas apagadas y se manchaba sus dedos. La falta de luz también ocultaba las grietas de la madera, las esquinas desgastadas y los trozos que faltaban en los bordes.
Se dio la vuelta ligeramente y dirigió su mirada hacia los marcos que estaban colocados sobre las viejas estanterías, apenas iluminados por las luces del espejo. Las sonrisas alegres que estaban dibujadas para la eternidad. Seis. Habían sido seis y ahora sólo quedaba él. En todas las fotografías aparecían en medio de la pista de circo, sobre la arena blanca, en el centro de un círculo repleto de niños que reían y lloraban de felicidad. Cerró los ojos y recordó lo sucedido un par de horas antes. Todo había cambiado. Cuando volvió a mirar, la oscuridad ya se había tragado esas imágenes.
Con un gesto cansado se dirigió de nuevo hacia el espejo. Por primera vez, se dio cuenta de las arrugas que se dibujaban en su frente a través del maquillaje blanco, de las rayas que se formaban en los extremos de sus ojos y en las comisuras de la sonrisa roja. Incluso en sus manos, que ahora ya no mantenían la firmeza de antes y que temblaban mientras se dirigían, ya por última vez al algodón que tenía encima de la mesa, junto al espejo. Con gestos mecánicos empezó a pasárselo impregnado de crema por la cara, recordando y sin poder evitar que las lágrimas también se mezclasen con el maquillaje.

Poco a poco, el foco de luz se fue reduciendo, primero ocultando sus ropas, sus manos y, finalmente, su rostro.

Depositó encima de la mesa el último algodón. Se quitó la nariz de plástico roja de la cara. Frente al espejo vio ahora al anciano que era. Cerró los ojos y escuchó el viento, que hacía mucho se había llevado las risas de los niños.

Un payaso triste