martes, 15 de septiembre de 2009

Viento en popa, a toda vela

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La muchacha llora, la cabeza baja, estrujando un pañuelo entre las manos. El capitán pirata Johan la contempla desde la puerta de la sala, preguntándose quién demonios será, y por qué ha ido a su casa. Cuando al fin entra, tiene el placer de ver su sobresalto de cervatilla asustada y la encantadora torpeza con que inicia el gesto de levantarse. Él le indica que no lo haga y se sienta junto a ella, preguntándole a qué debe tanto honor. Sólo después de muchos suspiros y mucho sonarse la nariz con energía, logra explicarle que está desesperada, que su amor, un soldado de poca monta, fue destinado hace unos meses a San Cristóbal de la Habana, y ella no puede comunicarse con él, su madre la vigila, no aprueba sus amores, y si no sabe nada de él, si no puede decirle que lo ama, se va a morir de pena sin ningún género de dudas.

Johan echa una mirada apreciativa a esa melena oscura, a esas pestañas húmedas de lágrimas y a esos hombros color canela oportunamente descubiertos por la blusa y piensa que sería una verdadero desperdicio que tal cosa aconteciera, así que le pregunta por qué ha acudido a él. Ella se suena los mocos de nuevo y le explica que es el único hombre que conoce capaz de socorrerla, lo que le deja intrigado, porque, en cambio, él no la conoce de nada: imposible que se le hubiera olvidado una mujer así. Ella le cuenta que su madre, Todoalda, fue su sirvienta hace años, y a veces la llevaba consigo cuando iba a hacer las faenas. Se hace la luz en el cerebro de Johan, que se queda estupefacto. ¿Es posible que aquella cría flacucha y enredadora, con los pelos de punta, se haya convertido en semejante belleza? Hace una apresurada acción de gracias al paso del tiempo y, solícito y buen estratega, se acerca un poco más a la muchacha, lo que le permite pasarle suavemente el brazo por los hombros.

-Ah, ya me acuerdo, tu eres, esto…

-Amaranta –suspira ella, sin aparentar molestarse por el contacto.

-Claro, Amaranta, eso es. Y dime, ¿en qué puedo ayudarte?

En realidad es muy sencillo, le dice. Sabe que él visita todos los puertos del Caribe haciendo sus negocios y le sería tan fácil llevar una carta a su amado Alonso… E incluso ‑parpadea con una dulce timidez que Johan juzga irresistible-, incluso, si no fuera mucha molestia, podría traerle su respuesta, si él todavía quiere escribirle.

La ominosa probabilidad de que no sea así hace que Amaranta rompa a llorar con desconsuelo otra vez, lo que anima a Johan a abrazarla más estrechamente. Ella apoya su cabeza en el hombro masculino, como sin darse cuenta. Él, en cambio, sí se da cuenta de las posibilidades que encierra la situación, así que dedica los siguientes minutos a calmarla con mucha suavidad y mucho miramiento para, al fin, asegurarle que sí, que llevará su carta al amado Alonso, cómo no. Ella cesa de llorar y sonríe ilusionada, lo que hace que Johan se aplauda mentalmente a sí mismo. Bien, querida niña, sólo quiero ponerte una condición, parece justo que tú también hagas algo por mí, ¿no es cierto? Amaranta, sin dudarlo, conviene en que es justo, su mamá le enseñó que había que ser agradecida y corresponder a las mercedes otorgadas. Bendiciendo a Todoalda, Johan se acerca aún más a la muchacha, retira con un suave roce de sus curtidos dedos la melena de ébano y le murmura al oído su petición. Ella intenta apartarse, quizás sorprendida, pero poco le cuesta a él convencerla de que no sería mala cosa visitar juntos su dormitorio.

Johan es un hombre de palabra, así que cuando zarpa del puerto de Curaçao, varias semanas después, para iniciar la campaña de verano, lleva la carta de Amaranta, con la promesa de que buscará a su amado y se la entregará, y que, si hubiera respuesta, se lo hará saber en cuanto vuelva. El único pequeño problema es que Johan ha prometido entregar la carta, pero no ha dicho cuándo. Un hombre de negocios ocupado, como él, no puede distraer su tiempo ni cambiar sus planes para hacer de correo urgente, así se lo pida una hermosa muchacha complaciente –muy complaciente, recuerda, relamiéndose.

Por tanto, el viaje resulta más largo de lo que la impaciencia enamorada hubiera deseado. Hay muchos puertos en los que atracar, ya sea para hacerse con agua y provisiones, ya para reparar los desperfectos del buque, pues el oficio de pirata obliga a combates que no dejan muy bien parados los instrumentos de trabajo. También hay que buscar emplazamientos adecuados para el botín, porque los baúles repletos de monedas y las telas preciosas, por ejemplo, no pueden dejarse en cualquier sitio, al alcance de los desaprensivos que podrían llevarse lo que tanto esfuerzo cuesta conseguir. Así, hay que acudir a casas de contratación y a comerciantes de escasa moralidad, lo que conlleva largas y tediosas negociaciones, tras las cuales no hay más remedio que buscar consuelo en una jarra de buen ron y en un buen par de tetas propiedad de alguna de las alegres muchachas de los burdeles portuarios, viejas y leales amigas de Johan y su tripulación.

Pero todo llega, y la escala en San Cristóbal de la Habana, también. Cierto es que, para entonces, Johan ni por asomo se acuerda del tal Alonso, pero no es menos cierto que una semana más tarde, ordenando papeles, tropieza con la carta y se dice que ya va siendo hora de cumplir la palabra, tarea un tanto enojosa pero de la que espera sacar algún rédito, cuando vuelva a Curaçao y a los brazos de la bella Amaranta. Ordena, pues, a uno de sus hombres, que se encamine a la fortaleza de los Tres Reyes Magos del Morro, localice a Alonso y concierte con él un encuentro en una taberna de la Plaza de Armas.

La encomienda se realiza sin mayores problemas, y al día siguiente, Johan, sentado a una mesa frente a una jarra del mejor ron, ve entrar en la taberna a un mozo vestido con un uniforme que le viene grande. No es muy agraciado, a su parecer, cosa que no le extraña, pues tiene entendido que el amor es ciego. Sin más demora, tras una breve explicación, le entrega la carta. El muchacho la abre, un poco incómodo, la lee por encima, la deja sobre la mesa, y, tras algún titubeo, confiesa que se ha casado recientemente, es feliz y apenas recuerda a la muchacha a la que dejó en Curaçao hará ya más de un año. Johan completa su diagnóstico sobre Alonso concluyendo que, además de no muy guapo, debe ser imbécil, porque una cosa es casarse y otra olvidar a una real hembra como Amaranta. Le despide, haciéndole notar secamente que le ha hecho perder el tiempo, y se queda contemplando el contenido, ya muy mermado, de su jarra, meditando qué va a decirle a la pobre niña. Al fin, inspirado sin duda por la excelente bebida, se le ocurre una idea. Pide recado de escribir e inicia una carta, llena de frases de amor rebuscadas, que firma, sin titubeos, con el nombre de Alonso.

Cuando vuelve a Curaçao, Amaranta, que se consumía en la larga espera, lo recibe jubilosa y presta a mostrar su agradecimiento en el modo que mejor sabe –Johan, que entiende de esto, opina que es digno de una virtuosa en el arte-. Por eso, cuando el capitán pirata inicia su campaña de primavera, acepta otra carta para el amado, acompañada de la muy cariñosa despedida de la muchacha. En cuanto ella sale por la puerta, quema la carta y empieza a imaginar qué va a poner en la que le entregará a cambio, unos meses después. La verdad es que le divierte ese juego de suplantaciones, y piensa que será mucho más interesante lo que él cuente en su simulada misiva que lo que podría decir ese chico insignificante, anodino y feo.

La alegría con que le recibe y agradece la carta la bella cuando vuelve, le demuestra que no se ha equivocado. Se dice que, al fin y al cabo, el arreglo es bueno para los dos, ella es feliz y él se está aficionando cada vez más a su piel canela, a sus ojos oscuros de pestañas increíbles y a su buen hacer en la cama, que se acrecienta con la experiencia, que ella no escatima. Por otro lado, cada vez le gusta más la impostura en que se ha embarcado, hasta el punto de que, a veces, cuando se halla entre los brazos de una de sus amigas de conveniencia, se da una palmada en la frente y salta de la cama, lo que mucho intriga a su ocasional compañera, para anotar en el primer papel que encuentra alguna frase que luego incluirá en la carta. Piensa, a menudo, que Amaranta está ganando mucho con el cambio de su Alonso por el que él inventa en sus misivas, mucho más apuesto y mucho menos mezquino. Y a cada nuevo beso de bienvenida de la muchacha, se reafirma en su idea de que el acuerdo es bueno para los dos.

Sin embargo, un par de campañas después, observa que algo ha debido torcerse en su ausencia, porque Amaranta acude a su casa con una cara muy seria y apenas presta atención a la carta de Alonso –una pena, piensa Johan, pues estima que es lo mejor que ha escrito-. A sus preguntas, rompe a llorar y torna a sonarse los mocos con entusiasmo, como en aquel lejano primer encuentro, y acaba confesando que está embarazada. Con mucho tacto, él pregunta desde cuándo, temiéndose lo peor, que queda confirmado por la fecha que le da ella. No obstante, trata de ganar tiempo y pregunta si tiene dudas sobre quién pueda ser el padre.

-Ninguna en absoluto –replica ella, enojada- Yo siempre he sido fiel a mi Alonso. Bueno –se apresura a añadir ante el alzamiento de ceja del capitán pirata-, salvo por lo que se refiere a nuestro pequeño acuerdo.

-Ya –murmura él- Así que es mío.

Ella asiente, las lágrimas corriéndole por su preciosa cara. Él la mira, grave, valorando más que nunca las largas pestañas húmedas, los hombros de canela que se estremecen por los sollozos, el vientre que –ahora lo nota- se ve más redondeado que en ocasiones anteriores. Abraza a la muchacha, seca sus lágrimas, la acaricia hasta que se calma. Luego, le asegura que no debe temer nada, que él cuidará de que nunca tenga problemas de subsistencia, que ya le procurará una casita donde pueda criar a su hijo y donde él irá a visitarlos, si ella lo desea. Al oír tan prometedoras palabras, ella cesa inmediatamente su llanto, se echa a reír gozosa, colma de besos sus hirsutas mejillas y le susurra una proposición que él no duda en aceptar.

Sólo después, mientras contempla el cuerpo dorado, las largas piernas de corza enredadas en las sábanas, la melena de ébano esparcida en la almohada, mientras oye su apacible respiración de niña dormida, se pone a pensar lo que dirá la última carta que escribirá Alonso cuando ella le comunique la noticia.
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(En memoria del Barco Pirata de BC, que surcó alegremente el foro hasta que la corrección política y la mojigatería lo echaron a pique)

Maite Capón.