martes, 19 de febrero de 2008

La estupidez insiste siempre por Justicia muda

Undécimo relato recibido
Título: La estupidez insiste siempre
Autor: Justicia muda


La estupidez insiste siempre
(Albert Camus)


Escupió a su lado pero el chico no levantó la vista del suelo. Mordió el bocadillo con fuerza. El otro se le acercó, se oyó el murmullo de los compañeros.

- Eh, tú, negro. Te estoy hablando a ti.

Jim temblaba por dentro. Estaba harto, harto de su miedo, harto de no poder reaccionar, harto de las palabras que le escupían. De repente, sintió la rabia mezclada con la pérdida del equilibrio. Cayó al suelo, golpeándose la cabeza.

Los murmullos se convirtieron en carcajadas, el pequeño matón se había convertido en un héroe, a los ojos del perdedor. Tras otra frase despectiva, se marchó, con aire triunfal. Jim se quedó paralizado unos segundos y, acto seguido, se enderezó. La gente del alrededor del patio, que había presenciado la disputa, ahora miraba para otro lado. Sucio y humillado, comprobó como la camiseta se le había llenado de pringosa mantequilla. Pero no tenía importancia, su orgullo herido palpitaba más fuerte.

Al llegar a casa no dijo nada, su madre se limitó a suspirar sin más, pidiéndole que fregase los platos mientras ella ponía la lavadora. Mientras frotaba, bajo el chorro de agua, pensó en Carlos. Pensó en lo mucho que lo odiaba. Respiró su odio. Carlos no dejaba de acosarlo; en los pasillos aprovechaba cualquier encuentro para empujarlo, cualquier descuido para insultarlo, si le veía no dudaba en ridiculizarle. Fuera, en el barrio, era mejor no encontrarle con su grupo.

Cada vez odiaba más el colegio, el barrio, su vida. Cada vez más.

El día siguiente no fue mejor al anterior, ni el que le siguió, ni el otro. Jim era un buen estudiante, no le costaba demasiado estudiar y tampoco le disgustaba. Pero cada vez lo detestaba más, las mañanas eran interminables, las seis horas eternas. Su curiosidad se disipaba dejando paso al miedo, a la tensión de encontrar a Carlos y estar solo, y agachar como siempre la cabza, y callar, y aguantar.

No quería tener más problemas, no quería. Había llegado hace poco, no era su ciudad, sin embargo, tampoco echaba de menos Guinea.

El punto de inflexión llegó unas semanas más tarde. No lo provocó nada excepcional, sino la simple repetición. Lo mismo: un pasillo repleto de gente dispuesta a ver un buen espectáculo, Carlos de frente, él apretando su libro de biología, un empujón y un insulto de regalo. Cogió aire y siguió andando. Entonces sintió como algo le golpeaba en la cabeza, después, un dolor seco. Se detuvo, oyendo las risas y silbidos. Llevándose la mano a la cabeza, notó un escozor y, abandonado su nuca desnuda, comprobó que sus yemas se habían coloreado de escarlata. Carlos le miraba de brazos cruzados, con gesto de superioridad. Estaba a punto de decirle algo cuando Jim, sin pensar, sintió un pitido en los oídos y se lanzó contra él. Con rabia, golpeó a todas partes, como un animal ciego y herido que pelea por sobrevivir. La vista se le nubló. Sólo era consciente de que la rabia se destilaba a través de sus brazos y sus piernas, que sus ojos lagrimeaban y que su corazón estallaba en su interior.

Sintió unos brazos agarrándolo pero tardó en recuperar el sentido. Unos profesores los había separado y los llevaban a jefatura de estudios. Le temblaba todo el cuerpo y sollozaba en silencio. Le dolían los puños, tenía una herida en la cara, un arañazo. Carlos, a su vez, rompiendo su imagen, sollozaba, rojas las mejillas, con la camiseta rota.

Se sentaron en el frío despacho y el jefe de estudios comenzó a hablarles. Jim no escuchó qué les dijo, aún sentía el torrente de emociones que había vivido, comenzaba a sentir más miedo mezclado con un extraño alivio.

No supo cuánto tiempo pasó allí, pero, pasado éste, llegó su madre y otra mujer, la madre de Carlos. La señora era grande y gorda, imponente, con grandes ojos, pronunciadas ojeras, el pelo recogido en un improvisado moño, un vestido enorme y horrible. No titubeó, al llegar le dio una bofetada a su hijo, que se mordió los ojos, sin poder contener las lágrimas de dolor y rabia. El jefe de estudios pidió a ambas que se sentasen y les habló sobre lo ocurrido.

- Tomaremos medidas. Ambos serán expulsados cinco días.

Jim se sintió avergonzado, siendo incapaz de mirar a su madre a la cara. Se sentía culpable por haberla hecho venir del trabajo, ahora debería empezar a limpiar en vez de a las cinco a la cuatro. Se odiaba a sí mismo.

- ¿Por qué no me lo habías contado antes? – le dijo ella, con dulzura y un deje extraño en la voz.

- ¿Contarte qué?

- Que te estaban acosando en el colegio.

El chico se encogió de hombros, colocándose la mochila al hombro, sintió un pinchazo. Carlos iba unos metros detrás, con su madre.

- Dámela, anda. – su madre le arrebató la mochila. – No le contaremos nada a papá, ¿de acuerdo? No queremos que se ponga más triste, ¿no?

Jim negó con la cabeza.

Mientras esperaban a que el semáforo les permitiera el paso, Carlos y la gran señora pasaron tras de ellos, en dirección a su casa. Entonces, se escuchó decir a al imponente mujer, mientras zarandeaba a su hijo:

- ¿Y tú, imbécil, para qué te peleas con un negro de mierda?

Sin duda, las cosas no ocurren porque sí. De tal palo, tal astilla.