martes, 24 de marzo de 2009

INSPIRA

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Inspira

A los delincuentes de la mampara sin cuya inspiración este relato no hubiera sido posible.

-¡My my, at Waterloo Napoleon did surrender…!

Inspira, expira, inspira, expira.

Piensa, recuerda que la respiración es un proceso fisiológico por el cual los organismos vivos toman oxigeno del medio circundante y desprenden dióxido de carbono y que consta de dos fases: inspiración y espiración. Así que sigue inspirando y expirando.

Nada, que no funciona.

Probemos otra cosa…algo más oriental, más zen. Sé uno contigo mismo, concéntrate en tu yo interior.

Tampoco. No hay manera.

Visualiza una pradera, las montañas al fondo, las cabritas de Heidi… y el silencio, ¡ah! el silencio….

Silencio.

-¡Sí, hombre!, el emperador Vespasiano, el que inventó la vespa…

-A la mierda la respiración, el zen, el yo interior y las cabras de Heidi- piensas mientras golpeas a tu compañero de mesa con su portátil en la cabeza. Y es que en las bibliotecas hay que guardar silencio.

Mala leche

LA SONRISA ROTA

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Un foco de luz iluminaba la pista. Enfocando una figura solitaria. Un payaso de cara blanca, sonrisa alegre, nariz roja y ojos enmarcados por dos pequeñas cruces negras que acentuaban su mirada traviesa. Traje lleno de colores, igual que el sombrero, guantes blancos que agitaba mientras retorcía un globo entre sus manos, dándole forma de animal imposible. Al terminar, lo mostró en lo alto con una expresión divertida pero, al mirar hacia los asientos, las comisuras de sus labios dibujaron una sonrisa triste en su rostro. Aunque sólo duró un segundo, lo que tardó en llevarse a la boca otro globo y empezar a hincharlo…

Cruzó la puerta. Fuera, el viento levantaba del suelo papeles rotos y hojas marchitas, que juntos se arremolinaban en las esquinas, creaban pequeños tornados en medio del descampado, caían con desgana y se acumulaban en montones que nadie recogía.
Con gestos cansados se quitó la chaqueta que una vez había estado llena de colores brillantes, la que le había regalado su padre al ponerle en medio de la pista par enseñarle los trucos que ponían una sonrisa en el público. Había nacido en y para el circo. Ahora, mientras veía la tela ondear en el perchero, con sus tonos grises predominando, los hilos deshilachados en las mangas, en los bajos, los colores apagados, recordó los días en los que los niños llenaban las butacas y eran varios payasos sobre la arena, el más joven él, el último de una larga saga de artistas. Habían pasado cincuenta años.
Se sentó frente al espejo. Su reflejo iluminado por la única bombilla superviviente de las ocho que rodeaban el marco. Tocó una de las luces apagadas y vio como su guante quedaba manchado de polvo. Lo observó durante unos segundos. Después, tirando poco a poco y ayudado por la otra mano, se lo quitó. Repitió lo mismo con el guante que le quedaba. Descubrió que unos pequeños y amarillentos haces de luz se dibujaban sobre sus uñas mientras tocaba de nuevo las bombillas apagadas y se manchaba sus dedos. La falta de luz también ocultaba las grietas de la madera, las esquinas desgastadas y los trozos que faltaban en los bordes.
Se dio la vuelta ligeramente y dirigió su mirada hacia los marcos que estaban colocados sobre las viejas estanterías, apenas iluminados por las luces del espejo. Las sonrisas alegres que estaban dibujadas para la eternidad. Seis. Habían sido seis y ahora sólo quedaba él. En todas las fotografías aparecían en medio de la pista de circo, sobre la arena blanca, en el centro de un círculo repleto de niños que reían y lloraban de felicidad. Cerró los ojos y recordó lo sucedido un par de horas antes. Todo había cambiado. Cuando volvió a mirar, la oscuridad ya se había tragado esas imágenes.
Con un gesto cansado se dirigió de nuevo hacia el espejo. Por primera vez, se dio cuenta de las arrugas que se dibujaban en su frente a través del maquillaje blanco, de las rayas que se formaban en los extremos de sus ojos y en las comisuras de la sonrisa roja. Incluso en sus manos, que ahora ya no mantenían la firmeza de antes y que temblaban mientras se dirigían, ya por última vez al algodón que tenía encima de la mesa, junto al espejo. Con gestos mecánicos empezó a pasárselo impregnado de crema por la cara, recordando y sin poder evitar que las lágrimas también se mezclasen con el maquillaje.

Poco a poco, el foco de luz se fue reduciendo, primero ocultando sus ropas, sus manos y, finalmente, su rostro.

Depositó encima de la mesa el último algodón. Se quitó la nariz de plástico roja de la cara. Frente al espejo vio ahora al anciano que era. Cerró los ojos y escuchó el viento, que hacía mucho se había llevado las risas de los niños.

Un payaso triste

lunes, 23 de marzo de 2009

LIBROS Y MÁS LIBROS

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Me está empezando a dar un poco de asco, la verdad. Nunca pensé que yo fuera capaz de tirar un libro al contenedor, pero no me deja opción.

Mira que ayer, cuando en foro me jugué este título al ahorcado, me comprometí a enviarlo por correo al acertante.

Recordaba exactamente dónde estaba este tomo, sepultado entre un montón de libros más, todos de los años sesenta, ocupando baldas y más baldas en la biblioteca de mi padre, en el salón.

Los compramos de segunda mano y ya entonces tenían ese color amarillento que adquieren los libros con los años. ¡Cuántas veces habremos ido juntos a las librerías de viejo a curiosear!

Este libro concreto, la edición bilingüe de Hamlet, la compramos por necesidad, para mis clases de inglés.

Lo saqué ayer de su estantería y seguía más o menos del mismo tono que yo lo recordaba, no me costó ningún trabajo encontrarlo. Lo dejé encima de la mesa, para ensobrarlo y mandarlo por correo hoy sin falta, y no me preocupé más del asunto.

Cuando al cabo de dos horas volví a ver el libro me pareció un poco más oscuro, pero no le di ninguna importancia, soy bastante despistado.

Esta mañana tenía un libro de color nogal (las hojas, la pasta azul, como siempre ha sido) al lado del ordenador.

Puedo entender que se ha conservado casi encerrado sin contacto con el aire, pero creo que tiene vida propia.

¿Sabéis si la madera va al contenedor de papel?

Mala suerte

CALOR Y FRÍO

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No está caliente pensaba que sí había imaginado que después de disparar estaría pero no sigue fría como si nada hubiese pasado pero sí ella me mira desde el suelo ha sido la culpable yo sólo he hecho lo que me ha pedido no tengo la culpa me ha mirado con esos ojos la misma mirada ¿también me estaba engañando entonces? No sí quizás no me mires tengo que alejarme quiero no puedo maldita sea todavía consigue que me sienta culpable eso es lo que diré fue ella la que se disparó que yo sólo encontré el cuerpo seguro que me creerán porque les enseñaré la foto ¿por qué tuvo que? El vestido es el verde mi preferido la basura tenía más valor que yo cinco seis meses no sé puede que siete diez paré de contar cuando la puerta se cerró hasta entonces habían sido dos años once meses y veinte días yo nunca me aburrí todo era siempre hasta ese día cállate no hay nadie en la habitación veo la sombra de la bombilla en la pared era la habitación que habíamos elegido para el niño o niña que ilusión faltaba la ventana se supone que ese día iba a hacer el agujero no había nada en la pared sigue sin haber nada sólo llegué a pintarla de azul oscuro cuando la maleta cruzó la puerta me dijo que no quería niños se quedó así no tenía ganas de cambiarlo la mesa las sillas la luz sin lámpara sin ventana todo oscuro ¿cuánto costará quitar la mancha del suelo? Que mal me pegó su manía no me importa pondré un alfombra y listo seguro que cuesta mucho quitar la sangre si lo viera vaya que pienso si ella está encima sí mira mira lo que has conseguido no me importa ahora ya no volverás a irte no me dejarás solo y te irás con él ¿quién habla? No hay nadie aquí estoy solo sabes ese niño tenía que haber sido mío seguro que no hizo bien las cuentas creo que hace ocho meses que no nos veíamos en la foto el niño parece que tiene más de dos semanas era mi preferido ese vestido verde lo lleva mientras posa con el bebé y una sonrisa y esa mirada sonríe no debería me dejó yo no volví a alegrarme por nada vi la fotografía en el escaparate tenía que pasar para arreglar ya no recuerdo el qué del coche y ahí estaba ella y el niño y él una familia feliz mi familia yo debería estar ahí era mi hijo esta habitación era para él entré y pedí la foto un amigo de la familia un regalo especial el dependiente me creyó qué iluso pero sí confirmé que era ella luego busqué la pistola siempre se burló de que la tenía debajo de la cama que nunca la iba a necesitar que sólo era un recuerdo de mi época como policía que la dejase que equivocada sigue sin tener un arañazo sigue como nueva lo ha comprobado y mi puntería sigue siendo perfecta qué pena hubiera deseado que sufriera tenía que haber sido mi hijo esta habitación era de él la había preparado para él ahora es suya ¿lo sabrá alguna vez? Conociéndole no le habrá dicho a él que venía a verme nunca me lo dijiste a mí un poco de dinero que si era tuyo que se me olvidó que viniste rápidamente para que veas cuánto te conocía está ahí en la habitación del fondo encima de la mesa no había dinero estaba la foto me miraste y la bala llegó antes de que pudieras decir algo rápido debería sentirme de otra manera nunca había matado a nadie no ella se ha matado no tenía que haberse ido ni mirarme con esos ojos ni venir con el vestido verde no he sido yo ¿Quién habla? ¿Qué decís? No sé qué significan ese niño tenía que haber sido mío ella le ha abandonado dejarme no está huérfano me tiene a mí su madre ella me mira sin verme desde el suelo ese vestido lo llevaba también el día que nos conocimos está bien ella rió y salimos los dos del bar ahora recuerdo escondió algo en el bolso sí sacó de su dedo mano izquierda algo pequeño ahora sus manos están vacías en su bolso un anillo un anillo una inscripción su nombre y el de un hombre una fecha antes de que nos conociéramos en la foto me fijo sí creo que hay algo está sí el mismo anillo el hombre también lo lleva eso me engaño no sé lo que dicen las voces empezaron cuando miré la foto sentado en la habitación antes de que ella llegase porque no son claras tenía que haberme dado cuenta que no importa ahora está muerta me engañó diré que no hace falta miro mi reloj antes era en punto me entra hambre al ver la mancha en la alfombra unas fresas estarían bien o chocolate abro la puerta del frigorífico no hay nada me condenarán sé lo que parece vuelvo a la habitación la lámpara está dando sus últimos latidos ahora si ahora no oscuridad luz sólo hay una solución oscuridad me siento aliso mi camisa toco los tres primeros botones los desabrocho espero que al menos pueda sentir el calor de la pólvora entrando en mi cuerpo.

Anai

ELLAS

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Cuatro miradas siguieron el movimiento de la pistola sobre la mesa. Cuatro pares de ojos vieron cómo daba vueltas rápidamente en el centro y cómo, poco a poco, iba disminuyendo la velocidad hasta detenerse. Sólo tres de ellas se deslizaron después desde la negra superficie al oscuro tapete rojo sobre el que estaba apoyada, continuando hasta el borde, subiendo por una camiseta gris llena de manchas y pequeños agujeros y llegando finalmente a la nuez de un cuello que subía y bajaba cada vez con más velocidad.

Miraron su cara cuando se apoyó el cañón de la pistola en la frente.

–Así que todo termina de esta manera –dijo Anai, echando su cuerpo hacia delante, apoyándose sobre el borde de la mesa–. ¿No podríamos ayudarle, Eve? –añadió, dejando caer la cabeza sobre las manos y mirando a la persona que tenía a su derecha.

–Va a ser todo un espectáculo –exclamó ésta, también apoyada sobre la mesa pero, a diferencia de la primera, sus ojos brillaban al observar cómo el dedo índice del hombre se colocaba despacio sobre el gatillo.

– No te creas. Sólo se manchará la pared del fondo y nada más –intervino la última mujer–. Lo he visto más veces y, querida, es una de las cosas más repugnantes que puedas imaginar. Todo lleno de trozos de cerebro y sangre… Donde esté una mujer que se quite lo demás. Son más limpias…

–Pero no hay diversión, Iris. Todavía recuerdo a Jack. Eso sí que fue…–Eve se pasó la lengua sobre los labios antes de morderlos ligeramente–. Aparecer de repente en la niebla, tapar la boca a esas mujeres, sentir su desesperación y luego… Ah, todavía siento sus gritos cuando metía el cuchillo en sus cuerpos y sacaba el corazón aún palpitante… Esos sí que eran buenos tiempos.

–¿Por qué tiene que terminar así? Debería haber otra solución. No sé, algo que no implicara morir…

–Las mujeres siempre han sido consideradas las mejores asesinas. No hay nada como una pequeña gota de veneno y listo, ese rey que tanto detesta el pueblo cae sobre la mesa. Veredicto de los médicos: atragantamiento accidental. Si yo te contara cuántas muertes no han sido naturales. No como esto –una de sus manos señaló al hombre que tenían enfrente y que ahora había apretado un poco más el gatillo, hasta la mitad–. Mira cómo le tiembla el brazo que tiene libre y cómo baja el sudor por su cuello…

–No sé cómo os puede gustar todo esto –murmuró Anai, sabiendo que de nuevo no la escuchaban. Levantándose, les dio la espalda. Durante unos segundos observó el lento balanceo de la única bombilla de la habitación, que colgaba tan sólo de unos cables desnudos, y que daba una luz apenas suficiente para alejar las sombras de aquellas cuatro paredes que también carecían de adornos.

–¿Y qué me dices de esos asesinos en serie modernos? No me digas que no son artistas. Escondiendo los cadáveres o dejándolos en cualquier parte a trozos. Eso sí que es buen trabajo…

–Donde esté una buena dosis de veneno que se quite lo demás. Es rápido y sobretodo silencioso. Nada de limpiar luego ni molestar.

–Pero si la sangre es deliciosa. Es increíble la cantidad que puede haber en un cuerpo…

–¿Os estáis oyendo? –les interrumpió Anai furiosa.

–Pero ensucia mucho. No sabes el trabajo que cuesta quitar del todo las manchas de sangre. Además, la mayoría de veces que capturan a alguien es por eso. Siempre queda un rastro…

–Con los venenos igual. En las autopsias…

–No tiene por qué. Hay elementos que no se pueden detectar –dijo Iris, agarrándose un mechón de pelo y retorciéndolo despacio entre sus dedos–. Como te he dicho antes, no sabes la cantidad de asesinatos que se han tomado por muertes naturales.

Se escuchó un pequeño chasquido en la habitación.

–Oh, ya está casi a punto –dijo Eve impaciente, apoyándose todavía más sobre la mesa, a dos metros de la cara del hombre–. Ya era hora. Unos milímetros más y… –sus ojos miraron desilusionados la pared ligeramente oscura que había detrás del hombre. Una pena que no fuera un poco más clara o incluso blanca, pensó. Así hubiera creado un gran efecto.

–El próximo lugar de observación lo elijo yo. Y ya sé dónde vamos a ir. Me han hablado de una viuda que se va a casar otra vez, tras perder a sus últimos tres maridos a la mañana siguiente de la boda, por desgracia –Iris susurró la última parte de forma misteriosa, observando el trozo de pelo que tenía entre sus dedos.

–¿Por qué lo ha hecho? ¿Por qué lo va a hacer?

–Eso es fácil –contestó Iris, echando su pelo hacia atrás mientras se levantaba, se colocaba al lado de Anai y le daba la vuelta, para que viera al hombre con atención–. Sólo hay dos clases de problemas que pueden llevar a esto: dinero o amor.

–Si te fijas bien en él, sabrás cuál es de las dos –añadió despreocupada Eve, desde su posición, ahora a menos de medio metro del hombre.

Anai, a pesar de que no le gustaba aquel nuevo trabajo tuvo que admitir que tenían razón. En ese momento se fijó en el puño de la mano que no agarraba la pistola y cómo, de él, salía una fina cadena. También descubrió el pequeño y casi imperceptible anillo en uno de sus dedos y las lágrimas en sus ojos, rodeados de pequeñas arrugas y enmarcados en unas ojeras bastante oscuras. Encima de la mesa, una fotografía y una carta arrugada.

–Pero eso no es motivo suficiente para…

Sonó un disparo.

Un cuerpo cayó.

En el suelo, la sangre tibia se mezcló con otra que ya se había enfriado. El rostro del hombre se quedó mirando, con ojos vacíos, el cuerpo de la mujer que había matado minutos antes.

Yukko

EL CARRITO AZUL

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Esa mañana, despertó en la cama del hospital, igual que lo venía haciendo toda esa semana que llevaba ingresado. Como cada día, se dispuso a la misma rutina: estirar un poco los músculos dentro de lo que el gotero al que estaba enganchado le permitía, esperar que cualquiera de las encantadoras auxiliares viniese a asearlo, desayunar, recibir la visita diaria del amable facultativo que llevaba su caso, y pasar el resto del día entre pruebas médicas, fármacos, cambios de sueros, libros, música y las constantes visitas de todos sus seres queridos.

Pero, esa mañana, notó que nada era como los demás días. Las auxiliares llegaron un poco más tarde, no le saludaron con la alegría de costumbre, apenas hablaban entre ellas mientras le aseaban y, en una de ellas, le pareció ver aflorar unas lágrimas. Cuando se disponían a salir de la habitación no pudo por menos que preguntarles:

—¿Qué ocurre, señoras? ¿He hecho algo que les haya molestado? Si es así, perdónenme…

—No, no, perdónenos usted a nosotras. Hoy estamos todos muy tristes. ¿No se ha enterado? ¿No ha visto las noticias?

—Pues no, la verdad. Nunca miro la televisión.

—Pues póngala y se enterará. Ha ocurrido algo muy malo.

Encendió, de mala gana, la televisión y sólo vio un amasijo de hierros en el que se había convertido un tren –luego resultaron ser tres-, muchas personas llorando, sangre por todas partes y, sobre un vagón destrozado, el carrito azul de un niño.

Incredulidad e impotencia se mezclaron en su cabeza a partes iguales: “¿Pero quién ha podido hacer esta canallada?”, “No es verdad, esto no puede estar pasando”, “No, no ha sido ETA, éste no es su modus operandi”, “Hoy es once de marzo, 11-M, a seis meses del 11-S, esto tiene algún significado”, “Parece obra de Al Qaeda”, “Sea quien sea quien lo haya hecho, malditos seáis”

Cambia de canal y aparece la sonrisa hipócrita de Esperanza Aguirre, los periodistas persiguen armados con sus alcachofas a heridos, familiares, médicos... “Si alguna vez me veo en un berenjenal de éstos no quiero cerca la sonrisa de un político porque se la arranco de un guantazo, ni la alcachofa de un periodista porque se la meto por el culo”

Más cambios de canal, los mismos vagones destrozados, los mismos políticos intentando sacar un rédito electoral de esta masacre, los mismos dedos acusando a Aznar por meternos en una guerra tan absurda como sólo pueden serlo las guerras, las mismas lágrimas, el mismo dolor.... No han vuelto a sacar ese carrito azul de niño, pero eso es lo único que él ve; y no quiere pensar en ese niño, en su carita de sueño camino de la guardería o de la casa de sus abuelos en donde pasaría un día feliz hasta que mamá volviese del trabajo, para llevarlo de vuelta a casa, a disfrutar de un buen baño, de una rica cena, de unos cálidos abrazos y de unos dulces sueños. No quiere pensar en ese niño porque se echa a llorar.

Pasan los días, los meses, los años.... Dos victorias pírricas del PSOE, un macrojuicio contra los presuntos autores de la masacre, la derecha que sigue viendo conspiradores hasta en el cuarto de las escobas, detenciones de islamistas en toda España... pero él no logra quitarse de la memoria ese carrito azul de niño encima del vagón destrozado.

Carlos Astier

NO SE SULFURE, MUJER

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Las dos sabemos por qué estamos aquí hoy. Sí, ya sé que no es un buen trago para ninguna de las dos pero eso es algo que, antes o después iba a ocurrir. Ya sabemos que la insubordinación a un superior es una falta muy grave y de cara a la Administración, poco importan los motivos. Lo único que tiene claro es que hay que imponer una sanción acorde a la falta cometida.

No se sulfure, mujer; un mes pasa muy deprisa y siempre puede aprovecharse para descansar, para reflexionar sobre el futuro, para hacer todas esas cosas para las que nunca se encuentra tiempo mientras se está trabajando.

No ponga esa cara mujer, esta sanción estaba más que anunciada y, en estos casos, cualquier persona con un mínimo de sentido común, tiene prevista la situación y ha hecho sus cuentas para sobrellevar este mes sin sueldo.

No se sienta mal, mujer; en esta vida siempre se encuentran amigos dispuestos a apoyar a una y a ayudarla en todo cuanto necesite.

Venga, jefa, anímese. Cualquiera que entrase ahora y la viese, pensaría que ha sido a usted a quien han sancionado con un mes de empleo y sueldo en vez de a mí.

Mª Jesús Chamorro

miércoles, 18 de marzo de 2009

LA OSCURIDAD

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En la puerta había una gorra negra, un abrigo gris, otro marrón y varios paraguas. De quién era todo aquello?. Entré lleno de curiosidad al salón en penumbra. Casi no se distinguían las figuras, muy juntas, hablando bajito en un susurro. Dejé la cartera y me fui acercando despacio. Nadie parecía darse cuenta de que había entrado. Estaban todos a tu alrededor y tu escuchabas en silencio, muy pálida.
Me fui a mi habitación. Todo estaba muy oscuro, y al acercarme a la cama fue cuando lo ví. Estaba tumbado muy quieto, con los ojos cerrados. Era mi cuerpo. Era yo.

Magritte

martes, 17 de marzo de 2009

THE ONE AND ONLY

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Raquel lleva un tatuaje enorme en la espalda, casi a la altura del hombro izquierdo. Es el dibujo de una granada, roja y dorada. Se lo hizo un verano que Juan y ella pasaron en Ibiza, en uno de sus veranos locos. Las granadas siempre le gustaron a ella, tan carnales, tan abiertas y jugosas… Y a Juan le encantaba mirarle al tatuaje, hasta el punto de excitarse siempre que lo veía. Un sol amarillo y granate, lustroso y saltón como un ojo de cristal gigante lleno de lava, con la leyenda The One and Only debajo, en una cinta azul claro. Lo de “The One…” Eso fue idea de él. Había una canción de Sting que le gustaba, que se llamaba My One and Only Love. De ahí fue donde sacó la idea, pero no tanto por la canción como porque le gustara la frase del título.

Mi único amor… Mi niña… Mi hermana… Esas cosas que Juan solía decirle…

Pero ahora Raquel está en la cocina de su piso, lejos de lo que ha conocido. Lejos de Ibiza, de sus veranos y de sus sueños. Y ya puesta, lejos de su casa, de sus amigos, de sus cosas.

Se concentra en la cacerola que está limpiando. Saca grasa con la conciencia de quien tiene la cabeza llena de cosas que desearía desterrar lo más lejos posible, lo más rápida y completamente posible, y a poder ser antes de media hora, que tiene que irse al médico.

Cómo estás, chiquilla…

Esa es Inés, una de sus compañeras de piso. Acaba de entrar rodeada de mil bolsas de plástico, grandes y rebosantes como los dientes en su sonrisa. Tiene unos dientes bien blancos, la cabrona, piensa Raquel. Y suerte, ésa sí es una tía con suerte. Hay que…

Bien, aquí, de fregoteo.

Muy bien. Pues yo a guardar la compra…

Friega, friega, friega. Saca la grasa, saca lo sucio. Dale duro, que ese arroz reseco no te saldrá si no frotas… Cabrona. Así con un novio como el tuyo a tu lado yo también sonreiría, no te jode…

¿Y tu chico, cómo se encuentra?

Pues como el otro día: sedado. A punto de que le den cita con San Pedro, y no en el Vaticano, precisamente…

Bueno… Pero no te pongas triste, tía. Que él te tiene que ver fuerte.
Sí, fuerte. Ya puedes estar cagándote en la pena negra, ya puedes estar al borde de la paranoia, pero tú, fuerte, muchacha. Aguanta el tipo, que él no se derrumbe…

Y quién aguanta el tipo por mí…

Frota, frota, frota. Pon más líquido en el estropajo, frota, frota, frota…
…tía, ¡qué es esoooo…! ¿¡Qué tienes ahí!?

Eeehm…

¡¡En la espalda, Raq- tía, en la espalda!!

La piel del tatuaje le tira, le escuece, le arde como si quisiera saltarle de la piel. Raquel se lleva la mano a la espalda, y sus dedos vuelven llenos de sangre.

¡Tía, llama al médico ya! ¡Llámalo ya, que eso se infecta!

Raquel está paralizada. La sangre en sus dedos es mucha, pero no sabe por qué se le ha abierto la herida de repente.

Dios, Inés, que no es para tanto… Que eso será una herida…

Que no, Raquel, que no. Que ahora mismo te metes en mi coche y nos vamos para urgencias…

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Eres mi niña, mi hermana, mi sueño hecho realidad.
Sacerdotisa de mis noches solitarias, de mis momentos más ocultos.
Contigo estaría en este momento
Contigo, sólo contigo,
Mi único amor, mi amor genuino.

Si pudieras estar a mi lado, sin horario y sin tierra en medio,
Sin esa tierra feroz que me ha separado de ti
Que nos impide estar juntos hasta en mi último aliento…

Mi niña, mi hermana, eres mía.
Eres tan mía que nunca podrás deshacer este nudo que nos une y nos va a unir
De ahora en adelante.

Raquel, granadita dulce,
Granada sensual, eres mía.
Tan abierta y tan jugosa, tan amable… tan lejana…

Eres mía.
Eres mía.
Te amo.

JUAN

Qué haces aquí…

Hola, Raquel, soy yo. He venido a verte.

Por favor, ahora no…

¿Cómo que no? ¿No es éste un momento como cualquier otro para venir a verte? ¿No me decías eso siempre?

Sí, lo sabes. Pero no es eso.

Ah, ya sé. Es muy de noche y tienes que descansar. Se me olvidaba que lo necesitas. Estando donde yo uno se olvida de muchas cosas que antes eran habituales. Entiendo lo que te pasa.

¿Qué quieres?

Verte, mi vida. Sabes que te echo de menos.
Peque, pero ahora…

¿Ahora qué? ¿Qué pasa, que no puedo venir a verte, ni siquiera un poquito?

No, no es eso. Es que…

Ah, ya sé. Te doy miedo. ¿No es eso?

Pues… un poco. Sí, he de reconocer que me das miedo.

¿Es que ya no me conoces? ¿He cambiado tanto?

No, no…

Me decepcionas. Me decepcionas mucho.

Peque…

Quedamos en que nunca me olvidarías, ¿no? Me lo dijiste muy claro la última vez. Y ya ves que yo no me he olvidado. Pero tú sí, por lo que veo.

Yo… Peque… yo…

Shhhh… No llores. No importa. Bueno, sí, me duele un poco que no me reconozcas... Pero no me tengas miedo. Ya te irás dando cuenta de quién soy. Y cuando lo hagas, no tendrás que temerme.

Yo…

Tranquila… Soy alguien bueno. Vengo a entrar en tu alma, ya que no puedo hacerlo ya en tu cuerpo. En ti, mi diosa…
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No puedes seguir así, Raquel. Te estás volviendo loca, y todo por algo que no puedes arreglar, ni tú ni nadie.

Raquel asiente muy levemente, avergonzada y dolorida. Está claro que ella no pudo hacer más, ni los médicos tampoco. Pero es que ha sido todo tan cruel, tan inexplicable… Y ahí está Santi, cabreado con ella, que no tiene culpa de nada, pero que tampoco es inocente del todo…

Lo que no voy a dejar es que te hundas así. A Juan no le gustaría.

¿Y por qué nadie me ha preguntado cómo me puedo sentir yo?

Raquel, vamos a ver… Te lo pregunto, te lo pido, te observo y te apoyo como siempre. No me ataques, por favor. Yo no soy tu enemigo.

Ya, pero es que parece que soy el último mono en todo esto. Ya sé que Juan y su familia han sufrido mucho, y sabes que lo entiendo y que he estado desviviéndome a pesar de lo mal que me han tratado…

No les hagas caso, Raquel. La madre de Juan está enfadada con el mundo, o con Dios, o con lo que coños ella crea.

Pero, ¿es culpa mía o no? Dime, ¿es culpa mía?

Raquel, no es culpa de nadie. Creo que eso te lo hemos dicho todo el mundo.

Es que a veces parece que me quieran hacer responsable de todo. Y no puedo más, Santi, no puedo más…

Raquel…

Santi la abraza mientras ella se pone a temblar. Y al hacerlo, nota el esparadrapo gigante de su hombro izquierdo. Lo tiene lleno de sangre y pus, como infectado. Y le quema. Tanto que toda la venda parece un brasero encendido.

Raquel, ¿se te cura esto?

No, no se me cura. Es más, parece que no quisiera cerrarse. Y te puede parecer raro, pero cada vez que tengo una alucinación de las que me dan últimamente, me sangra y está así un buen rato.

A ver… no es que no me guste, pero este tatuaje... Vale, cuando os fuisteis a Ibiza nadie podía saber que Juan acabaría muriendo, y menos de cáncer. Pero ahora mismo, tal y como están las cosas, quizá sería mejor que te lo quitases. Es como llevar un recordatorio a todas partes, y pienso que deberías hacer tu vida. Tirar para adelante. Y este tatuaje te echa para atrás.
Ya, Santi, no te creas que no lo he pensado. Pero estando así la herida, tan tierna, es mejor esperar. El láser no se puede aplicar sobre la piel de cualquier forma, primero tiene que cicatrizar bien.

Santi palpa el esparadrapo empapado y oloroso. Está lleno de pus, pero no huele a lo que debería. Parece que lo que sale de él es zumo de cerezas o fresas podridas o algo así, y la sangre medio húmeda de la tela se asemeja más a agua teñida de rojo. Y late. La herida es un corazón bajo una camisa de fuerza, y se quiere liberar inútilmente.

¿Y no te lo dejas al aire?

Lo hago, pero en cuanto me pasa lo de las alucinaciones, me empieza a sangrar, y entonces tengo que tapármelo para que la cosa no vaya a mayores.

Pues quizá te lo debería ver el médico…

Lo ha visto, y me dice que me ponga un plástico para ducharme, y que no me rasque ni me quite la costra. Pero te juro por Dios, Santi, yo no me rasco la herida. Se me abre sola…

Raquel, no llores…
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Soy el que te despierta de madrugada El que viene a interrumpir tu sueño El que te requiere y te secuestra En tus momentos más bajos He venido a salvarte No me tengas miedo Soy un ser de amor y luz Un ser que el dolor Anula y aleja de ti Pero somos tú y yo somos uno Somos uno tu y yo nunca lo olvides Cada vez que lo hagas Cada vez que el dolor te atrape y te llene la angustia Yo estaré ahí para cogerte Y seré más rápido que ellos.

Nunca me olvides nunca me olvides nunca me olvides nunca me olvides nunca me olvides nunca me olvides nunca me olvides nunca me olvides nunca me olvides nunca nunca nunca nunca nunca nunca nunca nunca nunca nunca nunca nunca nunca nunca.


Eres única eres única eres única eres única eres única eres única eres única eres única eres única Eres mía eres mía eres mía eres mía eres mía eres mía eres mía eres mía eres mía eres mía
Raquel...


SANTI

Raquel se está matando. Está sufriendo, yo la veo. Y encima lo de las alucinaciones. Yo es que ya no sé qué decirle. Ya no sé qué decir, ni qué hacer, ni cómo hacer que pare todo esto. Y mira que Juan ha sido mi mejor amigo, y mira que aprecio a Raquel, que la aprecio, pero todo esto es demasiado, ya no sé qué leches pinto aquí ni cómo ayudarla…

Pesadillas. Sí, lo más normal sería que fueran pesadillas, o terrores nocturnos que ella tiene. Son cosas normales, respuestas de la mente ante traumas y similares. Pero no quiero que esto siga así. No sé, es como si se lo debiera a Juan, como si la cuidase mejor de lo que él hizo…

Dios, qué coño estoy diciendo. Si Juan era mi mejor amigo, y Raquel era su novia. ¿Su viuda? ¿Ahora es su viuda? ¿O cómo se dice para los novios? Si no eran marido y mujer, qué ostias digo…

Algo sé bien claro: esto se tiene que acabar.

Raquel no se lo merece, y Juan tampoco.

Todo tiene que estar en la mente de ella, o si no, no sé qué vamos a hacer.
Pero ella merece vivir tranquila. Y yo también, para el caso. Porque Juan, para haber sido mi amigo, ya podría pensar un poco en ella, y en mí, y dejar de aparecerse en sueños a Raquel… Aunque… No sé, esto es muy extraño. No quiero volverme loco yo también, que parece que todo el mundo se está yendo de la olla ya con este tema…
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¿Verdad que estamos bien, teta?

Sí, Juan estamos muy bien.

Aquí donde vivo no hay dolor ni pena. No hay enfermedades, y la gente es feliz, muy feliz. Estoy esperando que te llegue tu turno y pases por la puerta por la que yo pasé.

Juan, seguro que es muy hermoso.

Nada es tan hermoso como tú, mi amor. Por eso me he quedado en la tierra.

Ya, pero cada vez que te veo, se me abre la herida del tatuaje.

¿En serio? Qué raro. ¿Te pasa a menudo, mi vida?

Cada vez que nos vemos, ya te lo he dicho. La tinta se me está empezando a meter en la carne. Y tengo miedo. El médico dice que es mejor que me ingresen y me operen.

Con lo bonita que es esa granada… Cada vez que la veo, me derrito igual que la primera vez. Es tan roja, tan grande…

Sí…

Y cada vez que te veo, se abre más y más. Le sale zumo... Mmmh... Raquel…

Juan…

Déjala fluir. Déjate llevar y vente conmigo. Déjate ir… Mi amor, eres única. Mi único amor…

RAQUEL

¡Ufff, qué horror! ¿Y esto lo llevas así desde cuándo?

Desde que murió mi novio, se le pasa por la mente. Desde que se me aparece en sueños y en alucinaciones cada dos por tres y no puedo dormir y no me concentro ni me quedo tranquila y tengo que tomar pastillas pero me da miedo y no sé cuánto tiempo voy a llevar así ni cuándo voy a poder volver a estar bien y a vivir mi vida…

Desde hace un par de meses.

Dios… ¿Y cómo no se te ocurrió venir antes? ¿Sabes que vamos a tener que operarte YA? Esto te puede generar una gangrena como no te lo quitemos. Y si encima la tinta se te pasa a la carne, con mayor razón.

La tinta… la tinta que huele a granadas maduras y a luz del sol y que es tan calentita pero que sangra y duele, y encima lo de las alucinaciones…

Pues vamos a ingresarte y a hacerte una analítica para descartar otras complicaciones. Ese tatuaje tenías que habértelo quitado mucho antes.
Sí, ¿pero cuándo? Si lo de la herida me vino sin avisar. Si no llega a ser por eso anda que me pongo a pensar yo en quitarme el tatuaje…
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Raquel, guapa... ¿Estás bien?

Eeehm… Hola, Santi… Estoy medio sopa aún…

Ya, lo sé. Vengo de hablar con el médico, y me ha dicho que todo ha ido muy bien. Te ha quitado con láser lo que ha podido de tatuaje, y te ha limpiado, vaciado y desinfectado la herida. Dice que hay un trozo del tatuaje que no va a poder salir nunca, pero que con lo que le ha hecho no te va a sangrar nunca más. Además, he hablado con una psicóloga que me han recomendado y me ha dado su tarjeta para que la llames si te apetece contarle lo de las alucinaciones.

Santi… gracias…

Raquel sonríe y le mira desde sus ojos aguados. La anestesia la ha envuelto en una nube de vapor luminoso extraño que le aleja el mundo y las voces de fuera. Pero también está como en una dimensión nueva y extraña, lejos de sí misma y de su angustia. Se siente… bien.

¿Por qué haces esto, Santi?

Porque tenía miedo de que te pasase algo malo, de que se te fuera la pinza y empezases a hacer cosas raras. Tenía miedo de que te hicieses daño.

Santi, no…

Espera. Ya sé que no quieres que te hable de ella, que te duele. Vale, no te hablo de ese tema. Pero no quiero que te quemes por esto, Raquel. Eres muy valiosa, y Juan y tú habéis pasado un tiempo muy bonito juntos. Eso es lo que te tendría que quedar. Además, eres joven, valiente, fuerte y muy lista, y puedes hacer todo lo que quieras con tu vida.

Santi…

Eres lo mejor que hay en ti, Raquel. Lo eres.


Heartbreak Tattoo Studio

EL AMOR ERA ESTO

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Nos conocimos en el café Festa del Sol, cerca de la playa; a finales de Marzo del año pasado. Yo administraba el lugar hacía un par de semanas. La verdadera dueña, una vieja amiga, había tenido que abandonar el trabajo por problemas familiares y me había ofrecido un turno que acepté en tanto duraran mis vacaciones. Ahora puedo decir que era un trabajo agradable.

La marea urbana traía toda clase de personas a lo largo del día. No se trataba de un lugar exclusivo ni especialmente lindo, pero podíamos tener desde intelectuales rezagados hasta grupos de colegas al salir del trabajo, estudiantes, hombres y mujeres solitarios. Había cierta gracia en verles a todos desde el fondo del mostrador. En medio de mi aburrida posición de mero vigilante del orden, me daba tiempo de reconocer a algunas personas, y al mirar sus caras, advertir si eran tristes o felices; y si me encontraba inspirado, hasta podía entrever el motivo de sus sentimientos: si se trataba de un corazón roto, de un buen o mal día en el trabajo o algún asunto de familia. Cada expresión tiene su particular forma de dibujarse en el rostro y había aprendido a reconocerlas.

Y así fue como te conocí un día, Lucie. Te vi por primera vez un miércoles a las seis de la tarde, poco antes de acabar mi jornada. Era el comienzo de la primavera y lloviznaba, al punto que podía notar el ligero rocío en tu cabello. Llevabas gafas oscuras que te quitaste al entrar y un pequeño cuaderno que no dejabas de mirar como si fuera el mapa de un tesoro. Sin mirarme siquiera, caminaste hasta el fondo del café, todavía vacío, y recorriste el lugar con la mirada hasta fijarla en una repisa junto a una mesa. Entonces, para mi completa sorpresa, te vi sacar un libro del cajón más bajo como un mago que saca un conejo de un sombrero. Lo miraste con ternura, como a una criatura perdida a la que dieras cobijo, acariciaste su lomo, lo apretaste con ambas manos y te sentaste a mirarlo concentrada.

Por tu expresión, supe que no eras infeliz. Parecía que no necesitaras de nada más y que aquel objeto hubiera acabado de alimentar tu espíritu. Poco después, al ver pasar a una de las camareras, levantaste la mirada y le pediste un expreso. En ese momento supe que tenía que conocerte, no sólo por la curiosidad que me provocó tu entrada sino porque me gustaste de inmediato. Si alguna mujer deseaba conocer en mi vida, era alguien que supiera tratar los objetos, en especial los libros, con la delicadeza que te vi hacerlo. Entonces me tomé la libertad de llevarte el café y sentarme en tu mesa. Nos sonreímos y hablamos del libro que estabas leyendo; era una vieja edición de El Sabueso de los Baskerville, te pregunté cómo lo habías encontrado, y me hablaste de algo llamado Bookcrossing que formaba parte de tu vida hacía tiempo. Ninguno de los dos tenía la esperanza de encontrarse con alguien ahí, en particular tú; como buenos amantes de la soledad ambos habíamos aprendido a ser felices sin depender de la presencia de los demás, o eso creíamos. Pero aquel día había ocurrido una especie de milagro y nos mirábamos sorprendidos. Charlamos hasta muy tarde ese día, pronto se hizo de noche y tuvimos que separarnos. Quedamos en vernos, sin embargo, dos días después, y así fue que pude conocerte más profundamente.

En el lapso de unas semanas nuestras vidas fueron encontrándose cada vez más intensamente, y ambos nos sentíamos como dos planetas solitarios en medio de la negrura del universo que se encuentran de forma tan casual como afortunada, atraídos incesantemente por una gravedad muy dentro de nosotros. Quedar a solas los fines de semana, en tu piso o en el mío, era toda nuestra felicidad; leer del mismo libro o mirar Desayuno con diamantes un sábado por la noche en el sofá, la mejor forma de pasar tiempo juntos. Pasamos el año nuevo así, sin parar de hablar y hacer planes como un par de arquitectos que van diseñando los cimientos de la casa en la que habrán de vivir, mientras a nuestros oídos llegaban los festejos desatados del resto del mundo que nos parecían una vulgaridad. A veces, cuando los silencios se prolongaban demasiado, solías preguntarme, - Nunca me harás daño, ¿verdad? - Jamás, te respondía yo, y espero que tú tampoco. Luego suspirabas y hundías tu cabeza en mi pecho.

Con el tiempo, tuvimos dificultades, pero a pesar de tus errores y los míos, sabíamos que había algo importante entre nosotros y habíamos aprendido tanto el uno del otro que casi podía reconocerme en ti. Era esa cualidad llamada influencia que nunca había sentido antes. Mi melancolía, cultivada pacientemente tras largos años de tranquila soledad, era según recuerdo lo que menos te gustaba de mí. La encontrabas peligrosa, como un mal presagio, contraria a tu habitual entusiasmo a prueba de todo. Con el tiempo, sin embargo, también aprendí de tu optimismo y supe olvidar los fantasmas que me asolaban. Podía decir que era completamente feliz, como nunca lo había sido. Cometí el error de pensar, incluso, que lo que teníamos no podía acabarse nunca. No me advertiste, querida, que incluso el optimismo tiene sus límites, que no todo es posible y que la fuerza de voluntad no era precisamente uno de tus fuertes.

Ocurrió que de un momento a otro empecé a sentirte rara, apenas hablabas y me rehuías. Dejamos de vernos, de hablarnos, y mi teléfono enmudeció por completo. Supe de inmediato que algo andaba mal y no tardaste en confirmarlo tras varios días de lamentables ambages. Quedamos por última vez en el mismo café donde nos habíamos conocido. Entonces me dijiste, tranquilamente, que te habías enamorado de otro, alguien que, para mis adentros, me figuré que supo ser mejor que yo y quizá sabrá hacerte más feliz. Con todo, no pude evitar enojarme, molesto por el tiempo que te habías demorado en decírmelo o, incluso, ocultándomelo. El amor nos vuelve estúpidos. Quizá quise sacar explicaciones donde no las había, tratando de comprender qué fue lo que falló en nuestra relación como si se tratara del mecanismo de un reloj que pudiera componerse de un día a otro. No soy especialmente bueno para juzgar bien los sentimientos de los demás. Me molesté, perdí la razón, no entendía nada. Tampoco lo tomaste a bien y decidiste borrarme de tu vida y me molesté aun más. De pronto había dejado de existir para ti, ¿cómo era posible eso? Aún ahora, no sé qué falló, o quizá no fallo nada, y soy yo el que no entiende cómo funcionan estas cosas. Hace unos días, en la televisión sonó una canción de Jeff Buckley y finalmente comprendí lo que quería decir con el amor es un frío y roto aleluya: El amor acaba, sin más, y suena tan simple pero cuesta tanto asimilarlo en medio de las balas.

Antes de Lucie yo pensaba que el amor era la alegría de saber que alguien existe. Tras algunas experiencias caóticas se había convertido en eso. Podía estar tranquilo sabiendo que alguien pensaba en mí, como si se tratara de una unión transparente que no invadiera mi soledad ni poseyera mi alma, todo por el miedo a ser lastimado. Pero ahora ya no puedo sentirme igual ni por asomo, es como si hubiese vivido en una hermosa ciudad que habiera tenido que dejar por la fuerza y de improviso, dejando tiradas las maletas, las postales y las fotos. Con el paso de los días la frustración se diluye, es verdad, junto con la ira y la pena, pero eso no es lo importante. Se va entendiendo lo que ha ocurrido, pero se lamenta que en el corazón de alguien pueda almacenarse todavía algo de rencor hacía el otro, y es algo que tenemos que quitarnos de encima porque es un escozor que no nos deja en paz y nos ata al pasado. Me inquieta la idea de odiar a alguien definitivamente como si todo lo que me hubiera hecho fuera daño, cuando sobretodo hubo momentos en que tuvimos felicidad, alegría y parecía que todo iba a salir bien. Incluso que alguien piense que todavía le odio, me intranquiliza. La vida se me hace demasiado corta para tener una prisión imaginaria de compañeros, amigos, amantes, que por el hecho de ya no serlo no podré volver a mirarles a los ojos ni decirles: ¿Cómo estáis? Espero que seáis felices ahora.

Quisiera terminar esta historia diciendo que un día volvimos a tomar un café e hicimos las paces, aunque ya tuviéramos rumbos distintos, porque con lo difícil que es la vida uno esperaría que en el arte las cosas salieran un poco mejor, ¿verdad?, por esa razón que amamos tanto los finales felices. Pero no fue así y no sé si vaya a suceder. Nuevamente estoy en Festa del Sol por vacaciones, el mundo sigue girando, la vida se mueve. Mientras espero que pase la llovizna sentado junto a la puerta, en la radio suena Friday, I'm In Love de The Cure. La música penetra mis oídos y me hace sonreír con ganas, antes de salir por el periódico. La primavera ha comenzado otra vez y afuera hace un día estupendo. El aire a mi alrededor viene impregnado de la agradable fragancia de la lluvia. Me siento animado de pronto, como si fuera a encontrar amor a la vuelta de la esquina, en cualquier parte. Pero esas cosas, desde luego, nunca se saben; y una vez que llegan, sabes que se irán, dejando sólo recuerdos y esa sensación de que el amor no era esto, que aunque me cueste tanto, tengo que aceptar.

Sí, el amor era esto.

Ariel

lunes, 16 de marzo de 2009

UNA TAZA DE TÉ

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Buenas tardes, señor, ¿venía usted a vernos? No se quede en la puerta, pase y siéntese. Mamá ha salido un momento, con mi hermana Elisa, pero vendrá enseguida. Si quiere, le preparará una taza de té, que le sale muy rico. No crea que lo hace con una de esas bolsitas que se meten en agua y ya está. No: ella mezcla varios tés, que tiene en unas latitas, en la cocina, y le pone otras cosas, algo diferente cada vez: vainilla, clavo, canela... Yo me quedo a su lado cuando lo prepara, porque me encanta ver cómo lo hace, y el olor tan bueno cuando abre las latitas. Estoy aprendiendo a hacerlo igual que ella, porque soy mayor, y me gusta mucho ayudar a mamá.

Bueno, ella también me ayuda a mí con los deberes, porque a veces no entiendo lo que explican en clase. La maestra empieza a contar cosas y parece que hay una puerta cerrada, y no puedo pasar. Me da tanta rabia que me dan ganas de llorar. Pero luego, cuando vuelvo a casa y se lo cuento a mamá, ella me acaricia el pelo, se sienta conmigo y me lo explica. Entonces la puerta se abre, y me doy cuenta de que es muy fácil, y me da risa, ¿cómo no he conseguido pasar antes? Mamá se ríe también, conmigo, ¡hasta Elisa se ríe de vernos reír! Eso que es muy chica y no entiende nada, pero a veces te mira de ese modo y parece que sí, que se entera. La verdad es que es muy lista, Elisa.

Antes, también le pedía a papá que me explicara las cosas del colegio, pero dejé de hacerlo porque con él no funcionaba. Es raro, él abría el libro, buscaba la lección y se ponía a decir palabras y más palabras, pero la puerta no se abría, era igual que con la maestra. Él me preguntaba si ya lo entendía y yo me quedaba callada. ¿Cómo no se daba cuenta? Él se ponía más impaciente cada vez, venga a preguntarme, y a mí me daban unas ganas enormes de ponerme a chillar. La verdad es que un día lo hice, pero él se enfadó, me dijo que era una niña imposible y me mandó castigada al cuarto. ¡Lo que faltaba! ¡Si la culpa era suya! Me dio tanta rabia que no contesté cuando me llamaron a la hora de la cena. Al poco rato, sentí que se abría la puerta, y me metí debajo de la cama. Oí unos pasos muy suaves, alguien levantó la colcha y vi la luz de la habitación, y a mamá, ahí agachada, mirándome con esa sonrisa suya. Me tendió la mano y esperó a que yo se la cogiera para ayudarme a salir. Vaya pelos que te has puesto, me dijo riendo. Anda, voy a peinarte antes de ir a cenar. Me gusta mucho cuando me peina, así, pasando el cepillo sin prisa, y el pelo queda tan suave, y tan brillante. Después, se me quedó mirando en el espejo y me dio un beso. Ahí nos tuvimos que reír otra vez, porque llegó Elisa y se puso a gritar que ella también quería. Mamá nos abrazó a las dos, y estábamos tan contentas cuando oímos a papá que nos llamaba desde el comedor con una voz muy antipática. Mamá nos soltó y nos mandó que fuéramos a cenar. Él nos estaba esperando, muy serio, como siempre. Yo me senté en mi sitio y me comí todo lo que me pusieron, porque sabía que era lo que quería mamá, pero a él no le miré ni una vez.

Así que, desde ese día, no volví a pedirle a papá que me explicara nada. De todos modos, casi siempre venía tarde a casa, y para entonces ya estábamos mamá y yo sentadas frente a la mesa, con el libro delante y Elisa enredando por ahí, con su muñeca, porque ella aún no va al colegio ni tiene que hacer deberes que no entiende, menuda suerte. Algunos días estábamos ya cenando cuando papá llegaba, y de pronto el comedor se ponía tan serio, y teníamos que comer con la espalda recta y coger bien los cubiertos. Ni hablar de hacer cosquillas a Elisa por debajo de la mesa si no queríamos acabar castigadas. En cuanto terminábamos, nos mandaba a la cama. No podíamos protestar porque todavía era muy pronto, porque él se ponía más serio aún, diciendo que los niños no deben replicar a los mayores y no sé qué de lo necesario que es el descanso.

Con un poco de suerte, mamá venía después a contarnos esas historias que se inventa, donde hay princesas que tienen nuestros nombres. Pero otras veces, al terminar la cena, él la cogía de la mano y le decía: Amalia, quédate conmigo un rato, anda, que nunca puedo estar contigo. Prepara uno de esos tés que te salen tan ricos y nos los tomamos juntos, amor. Esas noches, mamá no venía a nuestro cuarto a contarnos historias.

Algunos domingos, papá nos llevaba de paseo. Se plantaba silbando en la cocina, donde ya estábamos desayunando nosotras, le daba un beso a mamá y le decía: me llevo a estas chicas, mientras tú preparas la comida, así no te dan guerra. La verdad es que yo prefería quedarme en casa, ayudándola, pero cuando intentaba decírselo, ella se me quedaba mirando, y yo me callaba. Así que nos íbamos con papá, pero era muy aburrido, nada más que ir por el parque andando, o saludando a señores muy serios, o peor aún, a señoras gordas que nos daban besos húmedos. Yo me quedaba mirando a los niños que pasaban en bicicleta, y me hubiera gustado tener una para correr y correr cada vez más rápido, y sentir el aire en la cara, el pelo volando hacia atrás, y pensaba que luego mamá, en casa, se habría reído de verme tan despeinada y me hubiera pasado el cepillo por el pelo, así, suavecito, como ella sabe. Un día me atreví a decirle a papá que yo quería una bicicleta para mi cumpleaños, que no pediría ningún otro regalo, ni por Reyes, ni nada. Él meneó la cabeza, dijo no sé qué del dinero y que ya veríamos, que es la manera que tienen los adultos de decir que no.

De todas formas, eso era sólo los domingos. Los demás días, ya le digo, llegaba por las tardes, siempre con la cara tan seria y parecía que cerraba de golpe las puertas que había abierto mamá. Ya no podíamos seguir con las lecciones; además, daba igual, porque yo ya no entendía nada y se me hacía un nudo en la garganta. Hasta Elisa, que es muy chica y no se entera, se ponía a hacer pucheros, y a él sólo se le ocurría decir que esa niña estaba muy consentida, y que la culpa era de mamá. A mi me daba mucha rabia, pero sabía que era mejor no decir nada, si no quería que me castigara. Luego, eran las cenas tan aburridas, ponte derecha, mira cómo coges el cuchillo. Menos mal que más tarde mamá venía a nuestro cuarto a darnos las buenas noches, y nos traía algún dulce, o un trozo de chocolate, aunque a mí me gustaban mucho más las historias que se inventaba.

Una noche, estábamos ya acostadas cuando llegó él. Mamá estaba con nosotras, contándonos un cuento estupendo, de unas niñas bandoleras que vivían muchas aventuras. Hasta Elisa, que se enteraba sólo de la mitad, ponía los ojos como platos y decía bajito: bandoleras, bandoleras, porque no conocía la palabra, y le daba risa de tanto repetirla. Pero entonces él llamó desde el comedor: Amalia, anda, ven aquí, que me apetece mucho ese té que me preparas. Ella contestó sin moverse que estaba con nosotras, pero él la llamó otra vez, con voz de enfado. Las risas se volaron del cuarto, y nos quedamos las tres muy serias. Mamá miró hacia la puerta y, por un momento, estoy segura, estuvo a punto de gritar que no, que quería quedarse con nosotras, pero apretó los labios y se quedó callada. Entonces, volvimos a oírle: vamos, Amalia, ven conmigo, que no te he visto en todo el día y quiero mi té. Antes de que ella dijera nada, yo me acerqué a su lado y le dije al oído: sí, mamá, vete con él y prepárale ese té, uno muy especial. Nos quedamos mirando un momento, sólo un momento. Enseguida se puso de pie y fue hacia la puerta. Elisa se puso a protestar, pero mamá le prometió que muy pronto le contaría el final del cuento.

Aquella noche oí ruidos extraños, pasos, puertas que se abrían, o a lo mejor lo soñé todo. Al día siguiente no me llamaron para ir al colegio. Yo me quedé en la cama, escuchando el silencio que se había hecho en la casa. Al fin, vino mamá a buscarnos, con cara de haber llorado. Elisa se puso a llorar al verla, pero eso también parecía parte del sueño, como nuestros vestidos negros, tan feos, y también todos esos señores con cara seria que llenaron nuestra casa, y las señoras gordas que se sonaban fuerte con el pañuelo y nos daban besos húmedos diciendo pobrecitas, pobrecitas.

Mucho después, me di cuenta de que ya era de noche y estábamos las tres en el salón, donde ya no estaba papá. Mamá nos abrazó y dijo que era hora de ir a la cama. Nos puso nuestros camisones blancos de siempre y se llevó los vestidos negros, que no volvimos a ver. Esa noche tampoco hubo historia, pero ni Elisa ni yo le pedimos que nos la contara, porque estábamos muy cansadas, y yo sabía que mamá también lo estaba.

Desde entonces, vivimos las tres solas. Al principio, resultaba raro y parecía que no teníamos ganas de nada; mamá se quedaba mucho rato mirando a un sitio, muy lejos, que sólo veía ella. Pero un domingo, no sé cómo, mientras desayunábamos, nos miramos las tres y nos pusimos a reír, nos reímos como locas, hasta que a Elisa le dio hipo, y entonces nos reímos más todavía. Yo creo que las puertas volvieron a abrirse entonces y ya no se han cerrado más, y así se está bien, porque entra el sol, el aire fresco y alguna mosca despistada. Mamá ahora se va a trabajar por la mañana, pero yo le ayudo con las faenas cuando llego del colegio. Así, nos da tiempo de hacer juntas los deberes, mientras Elisa les canta canciones a sus muñecas. Por la noche, no nos importa irnos pronto a la cama, porque sabemos que allí nos está esperando la continuación de las historias que inventa mamá.

¿Se va usted ya? Mire que mamá llega enseguida, no tarda ni un minuto. ¿No quiere esperar un poco, para que le prepare una tacita de té?

Hornimans

jueves, 12 de marzo de 2009

ACCIDENTADO VIAJE EN AUTOBÚS

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Es un día soleado aunque de rayos ténues. Apenas noto el calor en el cristal, el suficiente para sentir su efecto ensoñecedor. Tras un duro día volando de un lugar a otro es imposible no caer en la tentación, mi cabeza cae milímetro a milímetro, segundo a segundo. ¿Qué es lo que me produce este bienestar? ¿los rayos de sol? ¿o el leve movimiento de mi alrededor?
Al cielo azul le van ganando los tonos anaranjados y rojizos. El día termina y las aventuras acaban por hoy, ¡¿o eso es lo que pensaba?! Oh… ¿por qué mi culo se ha estampado contra el cristal? Quizá no haya sido lo más acertado volver a casa en autobús. ¡Vaya frenazo!
¡Ah! ¿Quién ha apagado la luz? ¡No puede ser que ya se haya hecho de noche! ¡Si hace un rato tenía el sol enfrente! Otro frenazo ha provocado que me cuele por la ranura que hay entre el cristal y el plástico que lo sujeta. Me siento presionada aquí dentro pero creo que ha sido el golpe, no me costará salir.
Vaya… ¿qué es eso que brilla? Tras sacar la lengua descubro que es polvo grasiento, ya podría haber sido un trocito de caramelo que se le hubiese caído a alguien. De todos modos no pensaba comer nada hasta la hora de cenar y más ahora que estamos en invierno, se trabaja menos y los kilos se asientan.
A duras penas salgo de mi agujero y encuentro un par de ojos enormes acechándome. ¡Qué pasa señora! ¡¿Nunca ha visto tropezar a una mosca?! No acabo de encontrar el equilibrio que un manotazo de la señora me estampa contra el asiento de enfrente. ¡Qué falta de respeto! ¿Me meto yo con usted? Decido irme más hacia atrás, justo detrás del asiento de la señora maleducada que está vacío, seguro que aquí nadie me molesta.
Unos minutos de tranquilidad y un nuevo frenazo. Éste me impulsa hacia delante, mi vida y la de la señora desagradable vuelven a cruzarse, pero esta vez me siento enredada por una apestosa pelambrera, ¡¿pero qué hace con tirantes en pleno invierno?! ¡señora, dúchese! ¡me ahogo! Un nuevo manotazo me devuelve a mi posición original.
Parece que me estoy quedando dormida cuando aparece una señora con un bebé en brazos, qué carita más simpática y ¡ay, qué manos más largas! “¡Caca!” le dice la supuesta madre al mismo tiempo que todo se vuelve oscuro y me veo rodeada de babas. “¡Oiga, que yo soy muy limpia, es por la señora de delante que le canta la sobaquera!” le digo mientras su dedo me arrastra hacia la luz.
Sin dudarlo, bajo en la siguiente parada. Lo que queda de camino prefiero hacerlo volando, no tengo ganas de saber qué más puede depararme el futuro en este autobús. Además así me seco y me ventilo un poco, que con todo lo que me ha caído encima, ¡cualquiera duerme!
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La cabra loca

MI AMIGA

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Su color es blanco, blanco como el invierno, como la flor del almendro, como la inocencia. Su mirada es blanca, blanco su corazón, blancas las palabras que brotan de su blanca boca.

Es olor a mar salado, a salitre, un olor natural, refrescante y relajante; olor a playa, a verano, a vacaciones, a descanso.

Suena a guitarra española, a suaves acordes con notas agudas, a dueto de cuerdas que hace tiempo tocábamos los dos.
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Quisquilla

miércoles, 11 de marzo de 2009

EL PASO DEL TIEMPO

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Aquella mañana, cuando llegó a abrir su perfumería, encontró el escaparate tapado por una fea capa de carteles publicitarios.

Renegando, abrió la puerta, llenó un cubo de agua, buscó algo para raspar, arrancó los carteles renegando y, renegando, dejó los cristales limpios y relucientes. Seguro que habían sido esos emigrantes, que trabajan por cuatro perras en lo que sea y hacen las cosas de cualquier manera. Luego, tiró el agua sucia y se sentó tras el mostrador, rodeada de colonias, jabones, clips para el pelo, espumas de afeitar, cepillos, pasadores y todo tipo de fruslerías, dispuesta a atender a la clientela. No era un gran esfuerzo, compuesta como estaba por unas pocas señoras mayores que llevaban comprándole peines desde que se estableció en el barrio, de esto hacía casi treinta años, y que le daban conversación, si no grandes beneficios. A las siete, como todas las tardes, echó el cierre y se marchó a su casa. Para entonces, casi había olvidado el incidente de los carteles.

Pero al día siguiente volvió a recordarlo. Porque alguien había vuelto a empapelarle el escaparate. ¿Cómo era posible? Con meticuloso rencor, volvió a dejarlo todo limpio, sin rastro de papel ni cola de pegar. Después, como todos los días, se dispuso a atender a sus pocas y fieles clientas.

El siguiente día se repitió el disgusto y la limpieza. Como si ella, a su edad, tuviera energías y fuerzas para hacer semejante trabajo, qué vergüenza, tener tan poca consideración con una señora, a ver si no podían irse con sus cartelitos a otro lado. Lo mismo sucedió el día siguiente, y el otro, y el otro. Al principio, trató de averiguar quién le tapaba el escaparate, pero, aunque había madrugado, aunque había sacrificado alguna hora de sueño para acercarse por la noche para pillarlo con las manos en la masa, nunca había conseguido ver a nadie. Lo comentó con sus viejas parroquianas, pero ellas apenas le contestaron con alguna frase hecha sobre lo mal que estaba todo en estos días, o hablando de los muchos dolores de que disfrutaban o de lo mal que educaban sus nueras a los niños. Así que acabó dándose por vencida y pasó a considerar la limpieza diaria una rutina molesta.

Lo malo es que la capa de carteles cada vez parecía más espesa y era más difícil de arrancar. No se explicaba por qué, pero eran carteles amarillentos, que desprendían polvo sólo con tocarlos, parecían cada vez más viejos. ¿Quién podía ser el perturbado que se entretenía en pegar carteles que se caían a pedazos? Así, cada día se sentía más cansada cuando se sentaba, al fin, frente al mostrador, rodeada de sus mercancías de toda la vida. Para peor, cada vez le costaba más abrir la cerradura de la puerta. Debía ser por el cansancio, claro, dormía mal, el trabajo extra con los carteles cada vez le quitaba más energía, ella ya no estaba para esos trotes.

Hasta que una mañana, la cerradura se negó en redondo a todos sus esfuerzos. La llave no giraba, y los dedos se le quedaron manchados de óxido cuando forcejeó con ella. ¿Qué hacer? Miro a su alrededor, desorientada, reparando más que nunca en la sucia capa de carteles con que, como todos los días, le habían tapado el escaparate. Al fin, se atrevió a dirigirse a un muchacho, pidiéndole que le ayudara a abrir, anda, hijo, se ve que yo no tengo fuerza. Él la miró extrañado, y ante su insistencia intentó una excusa que ella no llegó a comprender. Siguió porfiando hasta que el muchacho tomó la llave y la introdujo con dificultad en la cerradura. Le costó un rato de esfuerzo y sudores, pero, al fin, consiguió entreabrir la puerta. Le devolvió la llave con una amplia sonrisa de triunfo: ya está, señora, pero vaya si me ha costado, claro, ya se ve que llevaba mucho tiempo sin abrirse. Ella se puso a rebuscar unas monedas en el bolso, que él rechazó con un gesto amable, no ha sido nada, señora, mientras se marchaba calle abajo. Empujó entonces la puerta, que aún se resistió un poco a sus esfuerzos antes de ceder, con un ruido desencajado.

Miró, sin comprender, el oscuro interior, poblado tan sólo por algunos folletos de propaganda amontonados contra la puerta y por el polvo, años de polvo y telarañas. Tirada en un rincón, la silla rota y al fondo el mostrador, ya más astillas que otra cosa, con el cristal rajado y un par de viejos peines olvidados por el tiempo.

Madelin Usher

martes, 10 de marzo de 2009

METAFÍSICA DE LOS NÚMEROS

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Uno…, dos, tres…, cuatro…

Uff. Sofía inspiró fuerte mientras asomaba el valor necesario para salir de aquella esquina en la penumbra. A solo dos pasos, un radiante sol llenaba las calles de pies paseantes, saltitos de gorriones y algún chicle espachurrado, y ella debía unirse al tranquilo rodar del mundo como si esta vez no pasara nada. Hacía tiempo que no se acercaba tanto a la plaza donde ocurrió, y esta vez era solo cuestión de adelantar una pierna con paso firme.
Al salir de su escondite por fin, la brisa agitó con fuerza sus cabellos, los mecía en bellos pero macabros devaneos que le hacían recordar su esencia de juguete.

Dos por dos, cuatro; dos por tres, seis.
Su vecina de pupitre comía cáscaras de naranja, las chulitas de la clase hablaban de peinados y ropa nueva, y los niños enseñaban su cosita a quien quisiera verla. Pero Sofía prefería estar sola, soñar con lápices voladores para levitar al ras de los tejados de casas de chocolate. Cuando llegaba a casa subía rápido la escalera de su alta litera, pensando que llegaba hasta las estrellas, y observaba desde allí los ojos tristes de su madre, que -jamás supo por qué- siempre lloraba.

Trece.
Tengo trece años, pero estoy enamorada de ti.
Aquel verano, después de toda una vida de miradas furtivas desde la ventana, confesó su amor a su vecino de enfrente. Cogió uno de sus juegos de papel de cartas, el de olor a manzana decorado con macetas, y escribió decidida algo que no debía seguir guardado por más tiempo:

Cuando paso por tu lado, se me ilumina la cara. He soñado contigo ya diez veces, y en todos los sueños apareces como un ángel. No sé si te habrás fijado en mí, a veces me paso la tarde mirándote jugar al baloncesto mientras escucho música en mi mp3, pero nunca me has dicho nada. Sé que tienes 22 años. Yo tengo trece. Tengo trece años, pero estoy enamorada de ti.
Si quieres contestarme, mi dirección de Messenger es:
minombrextunombre@hotmail.com


Seis, cinco, cuatro, tres…, dos, uno…
¡¿Puedo abrir ya los ojos?! Su vecino le había preparado un encuentro sorpresa. Su casa se quedaba sola, y después de haber hablado varias semanas por el Messenger, había llegado el momento de compartir su amor en persona. Sofía no entendía por qué no habían ido antes a la heladería, o al parque, pero él le explicaba que así era más emocionante, algo que en realidad le daba un toque mágico a su historia.
Cogidos de la mano, empezaron a ver su primera película juntos. Los besos, caricias y gemidos en la pantalla, empezaban a resultar incómodos, pero Sofía quería parecerle a su amor una chica mayor, interesante. Y las chicas mayores e interesantes no se ruborizaban por escenas de sexo.
«Creo que todas las mujeres deberían probar el sexo con otras mujeres, al fin y al cabo, entre nosotras nos entendemos mejor». Las conversaciones de su hermana mayor le servían para hacerse la madura delante de su vecino que, ya bizco, le acariciaba la cara adulándola por su bonito físico: «Te deseo, Sofía».

Diez o doce.
Sí, creo que me habré enrollado ya con diez o doce chicos. ¿Y tú, Sofía?
Sus amigas se burlaban maliciosas, porque a sus diecisiete años nunca la habían visto con un chico. Nadie sabía que, en realidad, ella era la chica más atrevida del instituto, ya que tenía una historia secreta con un chico mucho mayor, y había perdido la virginidad incluso antes de tener la regla.
Su historia –pensaba- era la mejor. Aunque siempre se vieran a escondidas, aunque él siempre bromeara con que podían meterlo en la cárcel -algo que a Sofía le daba mucha risa-. Aunque nunca la hubiera llevado a bailar o a cenar, aunque nunca hubieran paseado cogidos de la mano. Aunque él tuviera una novia oficial de su edad -que dejaría en cuanto Sofía cumpliese los dieciocho-. Aunque siempre estuviera sola.
Sofía se consolaba con que, a su lado, se sentía muy especial. «Qué inteligente eres para tu edad», le decía siempre su vecino, y qué comprensiva. Tenían conversaciones de existencialismo y de sexo, en las que se sentía orgulloso de ella por aceptar que las cosas no son fáciles, ni simples; por seguir con madurez sus juegos de mayores. Conversaciones en las que la ingenuidad de Sofía moría cada día un poco más, disfrazada de snobismo y necesidad de ser amada por alguien.

Uno, dos, tres, cuatro…
¡¿Ya?!.
Sofía se sentía especialmente sola aquella noche, y había salido a pasear atraída por el extraño influjo de la luna llena. Al acercarse al sitio especial donde se reunía con su vecino, vio cómo una chica del barrio, de unos trece años, estaba sentada junto a él; tenía los ojos cerrados esperando a que el chico le enseñara el regalito que le había traído para celebrar su primer encuentro especial a solas.

Agnés

LA DUDA

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Como siempre, al acabar el trabajo, ya de noche en esta época del año, me gusta pasear por las apenas iluminadas calles de la ciudad. Hoy apenas se nota movimiento, únicamente me llegan los sonidos de algún que otro coche, el graznido de un cuervo, y la sirena de una ambulancia lejana.

Paso, como todas las noche, por el puente nuevo, y, como todas las noches desde hace ya unas semanas, un pequeño grupo de personas están asomándose a la barandilla, concentrando fuerzas para lanzarse al vacío. No son buenos tiempos.

Me paro un momento a contemplarlos, y observo como, uno a uno, se van animando. Finalmente, sólo queda, encaramada sobre la barra de hierro pintada de gris, una chica joven, de cerca de treinta años, dudando, temblando, llorosa. Me acerco lentamente a ella, por detrás, la agarro por los hombros, y, con un golpe seco, la llevo al lado correcto de la barandilla.

Sin pararme más tiempo, pero tan lentamente como llegué, paseando, prosigo mi camino, sin apenas pensar si mi intromisión ha sido adecuada, o quizá debería haberla dado algo más de tiempo para tomar su propia decision.

Picopato.

lunes, 9 de marzo de 2009

UN VIERNES CUALQUIERA

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Era viernes a última hora, simplemente un viernes más, sin nada especial que lo delatase.

Había pasado la tarde en casa, como todas las semanas, con mil obligaciones rondándome la cabeza y ninguna acción física para llevarlas a cabo. Incluso tenía en mente alguna no-obligación: llamadas pendientes, cosas personales que organizar... que tampoco quedarían concluidas en aquella ocasión.

Tenía clarísimo (cristalino, prístino a decir verdad) que el tiempo que hoy no invirtiese en mis obligaciones lo iba a pagar con el sudor de mi frente, lo iba a restar a mis horas de sueño, de ocio y de felicidad compartida, el último fin de semana, justo el anterior a ese mítico día en que tienes que presentar tu trabajo sin poder postergarlo ni un segundo más y resulta que te das cuenta de que tus cálculos temporales hacen aguas por todas partes; de pronto eres consciente de que necesitas 50 horas (y no 20, como intuías al principio) y solo te quedan 48… Sin embargo todo aquello parecía no importar en aquel preciso instante.

Fuera el aire aullaba mientras las gotas, como lanzadas por una fuerza superior, golpeaban los cristales de la habitación. No tenía intención alguna de salir de casa en un día tan desapacible y me disponía a continuar dilapidando, segundo a segundo, todas las preciosas horas que tenía por delante hasta que tú regresaras.

Un rato largo después, tras navegar por mis webs habituales, no supe qué más hacer (o más bien no quise hacer nada de lo que tenía pendiente) y decidí que quizás no era tan mala idea salir a dar una vuelta. Al fin y al cabo, la lluvia siempre me ha fascinado. Me gusta dejarme mojar por las gotas, aunque suelo hacerlo preferentemente durante el verano, cuando la agradable sensación de humedad te sirve además, como refresco natural.

Cerré la puerta tras de mí y salí del portal. No era verano y a aquellas horas de la tarde, el cielo encapotado contribuía a oscurecer aún más el ambiente. Por suerte las farolas de la calle ya estaban encendidas, de modo que, si bien la oscuridad lo impregnaba prácticamente todo, pequeñas islas de luz surgían cada pocos metros y me ayudaban a dirigir mis pasos.

Confieso que mi intención inicial era la de dar un rodeo por el barrio, desierto a causa del clima, y volver a casa para comprobar si esa improvisada terapia surtía el efecto deseado: conseguir centrarme y empezar a trabajar en lugar de perder todo mi tiempo disponible. No obstante, cuando empecé a caminar no supe pararme ni adopté un rumbo concreto, y cuando quise darme cuenta estaba empapada, calada hasta los huesos y a varios kilómetros de mi casa. Eran prácticamente las nueve de la noche y me sentí completamente perdida…

El otro día una periodista joven se acercó a mí y me preguntó cómo una persona podía terminar viviendo en la calle. También me preguntó si no echaba de menos la comodidad de un hogar, la alimentación, el abrigo… y me ofreció la posibilidad de “reinsertarme” en la sociedad… Yo me limité a sonreír y me di media vuelta…

¿Cómo le explicas a alguien que no hay ningún motivo? ¿Cómo le dices “Yo era como tú hasta que decidí no serlo”?

Lo único de lo que me arrepiento es de no haberte incluido en mi huida, de haber partido sin más… en todos estos años no he querido imaginar tu angustia… la tuya y la de todos los demás…
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Teresa Soto

viernes, 6 de marzo de 2009

UNA ANÉCDOTA

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Como su novio tiene que desplazarse unos días en viaje de trabajo, ella decide pasar el fin de semana en un balneario cercano y reunirse el domingo a la hora de la comida. Él celebra la idea: estupendo, te vendrá bien un poco de descanso, trabajas demasiado.

Llega al balneario el viernes por la tarde. Mientras le atienden en recepción, observa el sitio con ojo crítico. No está mal, aunque los empleados son un poco demasiado lentos. Impaciente, piensa que no hay razón para que tarden tanto en anotar sus datos y darle la llave, no es una tarea muy difícil, que digamos.

Para colmo, al llegar a la habitación, al maletero se le cae al suelo el neceser, cómo puede ser tan torpe. Responde fríamente a sus disculpas azoradas y apenas presta atención a sus explicaciones sobre el funcionamiento del aire acondicionado y las luces. El muchacho se despide con timidez y se queda un momento indeciso junto a la puerta, sin que ella se dé por aludida.

El incidente la deja malhumorada: la verdad, una viene a estos sitios para olvidarse de las tensiones del trabajo y, mira por dónde, acaba encontrando la misma ineptitud allá donde vaya, también es mala suerte. Las cosas mejoran cuando baja al restaurante y comprueba que la cena es excelente y el servicio aceptable, así que vuelve a su habitación casi reconciliada con el lugar.

A la mañana siguiente, se dirige a la piscina termal, dispuesta a matar el tiempo hasta la hora del masaje. Comprueba con disgusto que hay demasiada gente y decide entrar en la sala de relax. Afortunadamente, está vacía: se ve que todo el mundo prefiere chapotear en el agua. Mejor para ella. Deja a un lado el albornoz y se acomoda en una tumbona, dejándose llevar por la música chill out, un poco ridícula, es cierto, con tanto sonido de ola y tanto pajarillo, pero ideal para relajarse, con ayuda de la casi total oscuridad.

Un rato más tarde, casi dormida, escucha el sonido de la puerta al abrirse, seguido de unos pasos cautos. Piensa, confusamente, que es un fastidio que alguien venga a perturbar ese momento tan plácido. Mientras no le dé por hablar… Entonces, se da cuenta de que el recién llegado está junto a ella: puede oír su respiración muy cerca. Molesta, intenta decirle que se aparte, pero se lo impide una mano firme que se posa sobre su boca. Con docilidad, como en trance, se deja hacer, los ojos cerrados, mientras las manos desconocidas le quitan hábilmente el sujetador del bikini, y se apoderan de sus pechos, despertándolos. Las siente acariciar la curva suave de su vientre, las nalgas, bajarle la braga del bikini hasta los tobillos, subir luego por sus muslos y separarlos, para que los dedos puedan demorarse en los húmedos rincones de su sexo, deslizarse dentro de ella, que se abandona sin resistirse. Pero de pronto las manos rodean su cabeza y conducen su boca hacia una polla que no admite excusas. Entonces, ella se entrega del todo, con pasión y entusiasmo, adelantándose a los deseos que le insinúan apenas las manos sobre su nuca.

Cuando todo termina, ella intenta mirar, por primera vez, pero una mano le tapa los ojos y una voz imperativa le susurra al oído: “no mires”. Luego, siente las manos volviendo a su sitio la braga del bikini y después nada, sólo el sonido de la puerta al cerrarse. Se queda un rato sin moverse, mientras el canto de las olas y los querubines falsos sigue arrullándola. Casi diría que lo ha soñado, si no fuera porque el sujetador está junto a ella, en la tumbona. Entonces, cae plenamente en la cuenta de lo que ha pasado. Una ola de rubor le cubre el rostro. ¿Y si hubiera entrado alguien? Se coloca el sujetador deprisa, se pone el albornoz y sale, echando furtivas miradas a su alrededor. Nadie parece reparar en ella. Respira hondo, mira el reloj y comprueba que apenas ha pasado media hora.

Se pasa el resto del día buscando esas manos en los hombres con los que se cruza, sin encontrarlas. Tampoco las descubre en los masajistas, en su contacto tan profesional: imposible confundirlas. Aquéllas eran fuertes, firmes, pero tan suaves al tiempo… se estremece al recordarlo. Por la noche, sigue dando vueltas a lo ocurrido. Se duerme preguntándose quién será el dueño de esas manos, para despertarse al día siguiente con la certeza de que no lo sabrá nunca. Se encoge de hombros. Bueno, qué importa, al fin y al cabo, ha sido una anécdota, sin más.

Después de desayunar, llama a su novio y le asegura que está deseando verle, que el balneario no está mal, pero es un poco aburrido estar allí sola. Sí, enseguida irá a buscarle. Baja a recepción, paga la cuenta y pide que se ocupen de las maletas. Acude el mismo maletero del primer día. Cuando termina de colocar el equipaje, se queda junto al coche, las manos a la espalda. Ella busca sin mucho interés en el monedero y se vuelve al fin hacia él. “Lo siento”, le dice, “no tengo nada suelto”. “No se preocupe, señora, no es necesario”. Ella sube al coche sin mirarle y arranca. Él permanece todavía un momento en el mismo sitio, sin moverse. Luego, se encamina hacia el hotel, mientras murmura entre dientes: “ha sido un placer”.

Arturo Cañas

jueves, 5 de marzo de 2009

¡QUE SE CALLE, SEÑORA!

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-¡Y siempre me acuerdo de los cumpleaños de mis hermanos! ¡Y son siete, conste... Bueno, conmigo ocho!

Era imposible no oír la conversación que la mujer, sentada en los primeros asientos, mantenía con el conductor del autobús.

En aquel momento recordé la frase que mi hija, días antes, me había comentado cuando ambas, también en el autobús, escuchábamos atónitas:

-La pared del salón que da al jardín mide seis metros quince, pero, desde la esquina de la chimenea al ventanal hay tres sesenta, así que como la ventana es uno cincuenta, tres sesenta y uno cincuenta son cuatro setenta metros... Como ves, en esa otra esquina cabe justa, justa, la mesa del Ikea que le gusta al Pepe. ¿A que no queda bonito, Rosi?

Y sin dejar hablar a su interlocutora, ella misma respondía:

-No, no queda bonito, así que voy a hablar con él esta misma tarde y le voy a decir que de muebles de diseño ná, que lo mejor es lo clásico de toda la vida. Porque sí, porque viste más y hay medidas de todas clases. Que a estos vikingos hay que comprarles lo que ellos disponen y ná más.

¡Que a mi madre, Rosi, todavía le duran los muebles de Valverde del Camino!

En aquel momento mi hija y yo nos miramos y, acercándose a mí, me dijo con un tono de voz susurrante:

-Lo mejor en estos casos es el ‘emepetres’, mamá. Lástima que me lo dejé en casa.

Y era cierto. Mi hija llevaba razón: lo mejor para lo que se avecinaba con la señora de los tantísimos cumpleaños iba a ser el ‘emepetres’. Bueno, en mi caso la radio con auriculares pero... ¡lástima, me la había dejado en casa!

-Que soy la primera que, cuando llega el día, los llamo por la mañana temprano. Vamos, que en los cincuenta y dos años que tengo de vida, jamás he olvidao un cumpleaños de ninguno; ni de las mujeres ni de los maríos.
Me disponía a sacar el libro que llevaba en el bolso cuando pensé que mejor no lo hacía porque de nada me iba a servir con aquel torrente de voz martilleándome los oídos.

-De los niños ya no, porque... ¡son tantos!- Y seguía...

-Menos de las cármenes, que de esas de todas me acuerdo.... Que hay unas pocas en las niñas, no te creas, por aquello de que se llaman como la abuela... Ya sabes, mi madre. Y mi hermana la mayor, que también se llama Carmen- Y continuaba con un tono que a mí me parecía cada vez más estridente.

-Pues, verás, te voy a decir cuántas hay: primero mi Carmen, la que te he dicho que es la mayor, y su hija; mi Elo tiene a la hija y a la nieta,... ¡más bonita!; mi Serafín tiene otra pero está en Australia, que hay que ver lo lejos que se ha ido la niña con lo bien que se vive aquí, y mi Patro que tiene otra. ¡Ah, y la mía! ¿Siete, no?.... ¡Ah! Y mi madre - Y seguía...

-Así que, fíjate tú, cómo se celebra el día del Carmen en mi casa. ¡Vamos, por tó lo alto!

-¿Y de mi padre? ¿De mi padre me voy a olvidar yo con lo viejito que está ya el pobre? Ochenta y ocho ha cumplío hace un mes, el veinticuatro de enero, San Francisco de Sales, y está mú girocho, gracias a Dios. Tiene una cosa mala en el vientre ¿sabes?, pero no lo han querío tocar. Y yo lo veo bien. Irá p’abajo pero, total, al pobre, de todas formas es lo que le queda.

-¡Ay!- Suspiró larga y profundamente - ¡La vida, hijo, la vida!

El suspiro de la mujer y la momentánea parada del autobús produjo un instante de silencio, durante el cual mis ojos repararon en el minúsculo cartel blanco con letras en negro que decía “Prohibido hablar con el conductor” y que estaba colgado del enorme parabrisas del vehículo. “¡Ojala fuera de neón!”, pensé.

Un joven alto con abrigo largo, de aspecto anglosajón y con una enorme maleta de color negro, subió al autobús. Tras preguntar al conductor algo inaudible, se metió la mano en el bolsillo del pantalón, le dio unas monedas y sacó el billete de la máquina expendedora. Cuando se dispuso a sentarse, se oyó aquella voz ya conocida que entre risas le decía:

-Hijo, te lo tengo que preguntar: ¿Te habrás ido de casa pá siempre, no? Porque... ¡vaya maletón que llevas! Como cuando mi hermano, el cuarto, el que me sigue a mí,...

Ya no pude más.

Me levanté de un salto y deseando que el conductor no cerrara la puerta trasera, bajé corriendo del vehículo. Respiré profundamente, puse atención y escuché el ruido que producía la ciudad con su ajetreo habitual.

Automóviles circulando en todas direcciones, semáforos acústicos, sirenas de ambulancias e incluso el llanto de un bebé que iba en brazos de su madre, provocaron en mí un enorme sosiego.

Y así, envuelta en los sones de mi ciudad, continué feliz caminando hacia mi destino.

Narrador vital

miércoles, 4 de marzo de 2009

UNA PELUQUERÍA ORIGINAL

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Jamás había ido a una peluquería de “Elena Danegui”* pero como para algunas cosas soy muy aventurera decidí arriesgarme para salir de la monotonía de ir siempre a la misma peluquería (ya que suelo variar poco, en estas pequeñas cosas me aprovecho).

La entrada, ya de entrada, fue algo caótico. Nadie miraba, nadie venía, parecían todas muy ocupadas... o lo fingían, según llegué a pensar después.
Al fin se acercó una chica con aspecto de poco espabilada, la verdad. Cuando me preguntó empecé a contarle que quería algo diferente, un cambio de look, me había hartado de tanta mecha clara (que ahora sólo era un maizal) y quería dar otro aire... La chica escuchaba, como no me interrumpía di por hecho que estaba muy interesada en mi explicación, así que continúe (es lo normal… creo). Por fin callé, más por agotamiento que otra cosa, momento que aprovechó para aclarar, algo tardíamente, que eso debía decírselo a la peluquera que fuera a atenderme
- ah.
No había espacio dónde sentarse. De momento, lo primero que saltaba a la vista es que muebles y personas saltaban sobre ti, no es que hubiese poco espacio… ¡es que no llegué a ver bien el espacio que había!
Me acomodaron en el lavabo. Pensé que era una buena señal, y que después de todo alguien habría libre para atenderme.
El lavabo… vamos a ver... cómodo lo que se dice cómodo... ya se sabe, el sillón suele estar inclinado hacia atrás para que puedas apoyar bien la cabeza, o sea la posición normal en la que uno está sentado era, cómo diría…, incómodo vaya.
Ya casi me había echado una siestecita cuando apareció muy atenta la peluquera preguntándome qué iba a hacerme. Yo, lo confieso, estaba confusa ¿para que voy a decir otra cosa? Ya se sabe que las peluquerías no hacen milagros, y yo sin duda, ¡necesitaba uno urgentemente! De nuevo me perdí en mi mar de explicaciones pero la chica sólo reaccionó cuando mencioné:
– y unas mechas, no quiero que me quede muy oscuro.
Aquello fue la palabra mágica, casi me sacó en volandas del asiento y me llevó, del mismo modo, o sea, en volandas, a la silla.
Mientras me situaba, en el pequeño espacio, ella resumió toda mi charla en unas pocas palabras
- un baño de color para oscurecer el conjunto y algunas mechas doradas
Yo había gastado muchas palabras para decir casi lo mismo, en fin, pero es vital que te entiendan, luego no coincide con lo que ellas hacen y te dicen tan ricamente – ah, como “usted” no me dijo nada (recalcan el “usted” a conciencia, te dan ganas de decir – eh, yogurín, que estoy muy contenta con mi edad... Pero mejor no entrar en eso) Así que me dejé llevar, qué remedio!! Si te pones en manos de alguien mejor será que te relajes y confíes en él
-¡por cierto! – añadí- no me dejes mucho tiempo el baño de color porque me pondrá el pelo negro.
Ella me miró muy sorprendida y con ojos muy abiertos (esto también es otro problemilla, lo de las creencias)

Mientras ella trabajaba, y más por entretenimiento… empecé a fijarme en el entorno. De entrada hay lugares que, en conjunto, ¡te echan para atrás! Estando allí, sentada como en las tronas que usan los niños (me di cuenta por cierto, que al igual que ellos yo balanceaba las piernas en el aire…) mis pies tropezaron con algo. Normalmente en las peluquerías tienen reposapiés, en mi caso es muy socorrido y pensé, aliviada, que lo había encontrado pero ante mi asombro ¡no era así! En mi sitio (en ese apartado que es dominio de quien está sentado allí) había una bolsa de deportes, enorme, abierta, y yo naturalmente ¡miré! Me sentía como quién ha encontrado un tesoro oculto, había toda la variedad imaginable de cepillos, desde térmicos a la más pura cerda de jabalí (no estoy insultando al jabalí). Miré con asombro alrededor... ¿quién se habría dejado allí eso? No podía ser de una clienta... ¡nadie llevaría una bolsa de deportes con semejante cantidad de cepillos a una peluquería, por muy aprensivo que fuera!
Comencé a entenderlo al poco tiempo mientras Zintia, mi peluquera, echaba la silla a un lado para hacerse sitio, y el ardiente aire del secador de la de al lado me abrasaba la cara... Como he dicho ya, había un problemilla grave de espacio.
Pude notar o apreciar que nuestra vecina-peluquera era algo picajosa, a cada movimiento de Zintia ella arremetía como para recuperar su espacio, mi peluquera hacia como que no lo veía… pero para mí estaba claro, la tal Vero (que así se llamaba) amenazaba con echarme del sitio... Entonces supe (sin lugar a dudas) que la susodicha Vero era acaparadora, y que al igual que a muchas peluqueras les gusta usar sus propias tijeras a Vero le gustaba usar sus propios cepillos (porque observé que en todo ese tiempo sólo se dedicaba a peinar)
Miré de nuevo el tesoro acumulado cerca de mis zapatos (textualmente pegando a la punta de mis pies) sintiendo una cálida simpatía por la paciencia y el buen hacer de mi peluquera, porque, pensé, debe ser incomodísimo trabajar con alguien tan raro... Así que me olvidé de Vero y seguí observando, total tampoco podía leer...
Bajo la pequeña encimera había muchos cajoncitos que, al menos en teoría, podrían usarse para esos fines... Los miré bien y sentí verdadera aprensión, estaban destartalados, casi caídos. En su origen debieron ser de un gris perlado pero se habían ido tiznando poco a poco hasta alcanzar una tonalidad de gris marengo más o menos... (¡no querría exagerar!) ¿No limpiaban nunca la peluquería...? y la neurosis aumentó, si nadie limpiaba la peluquería... ¿limpiaba alguien los cepillos que iban usando...? si lo que veía estaba en tan mal estado... ¿cómo sería la calidad de los productos que no veía?...
Intenté concentrarme en lo que a mí me interesaba, como quería dar otro aspecto al pelo pedí revistas de cortes, pero aquello fue realmente gracioso... ¡me las fueron trayendo!. Sí, fue exactamente así... me fueron llegando hojas sueltas y bastante troceadas, de las revistas que fueron en su día… por cierto, muy lejano.
Así que en realidad vi poco que me atrajera. Mi peluquera, solícita, me preguntó si había encontrado algo que me gustara y le dije que no, ella, enigmática, afirmó que no le extrañaba. No sé por qué lo dijo…
El aire del secador de “Vera” y mi solícita peluquera me llevaron al lavabo y ahora pude reparar en lo que antes no había visto. Todos los respaldos tenían un halo amarillento, vamos, para entendernos… como se queda un pantalón negro después de que le caiga lejía.
Por un instante pensé, inocentemente, que era una nueva moda (poco atractiva) pero después reparé en que esas manchas eran de diferentes tamaños en cada respaldo y siempre a continuación de la melena (cuando la hay) de la persona sentada en esa silla, en fin, no cabía duda, me había negado a creerlo, pero sí, aquello era desteñido puro y duro ¡ya lo creo!
Mi siempre atentísima Zintia me levantó del asiento de un empujoncito algo menos ligero de lo que debería y corriendo me puso un paño en la cabeza. Así, como se lee, paño, lienzo...en algunos lugares, sobre todo en hospitales, se denominan gasas (algo más basta y gruesa, pero el mismo género) Entendí su prisa después de encharcarme (¡si me lo hubiesen dicho me habría llevado la toalla de baño de mi casa!!)
Volví a mi asiento, cada vez más acongojada, mientras mis codos rozaban continuamente el trasero de una peluquera o de otra, mientras mis pies seguían bailando en el aire, porque mi asiento no paraba de moverse y apenas podía controlarlos... Cuando esto ocurría Zintia volvía a girar la silla con brusquedad, así que ¡demasiado pocas patadas di! ¡y porque una controla que si no...! Por lo demás la situación resultaba bastante cómica, ahora frente al espejo, ahora de cara a la puerta, como si estuviera espiando quién entraba y quien salía de la peluquería.
En un momento determinado, por alguna maniobra más brusca de lo normal, Zintia me empujó hacia el lado, la reacción de Vera, la quisquillosa, no se hizo esperar... y me encontré con mi asiento rozando el asiento de mi vecina, mientras nuestras respectivas peluqueras arremetían cada vez más nuestras sillas, y guardaban una distancia tensa y amenazante entre ellas...¡por un momento me imaginé dando puñetazos a la otra clienta (que en verdad no me había hecho nada, al menos no voluntariamente...) pero la pobre hacía como yo... intentar subir las piernas para eludir los inevitables rodillazos. Vamos, que me sentí como los gallos de pelea cuando no tienen ganas de pelear. Sin embargo, tales giros me sirvieron para recabar mayor información.

Al entrar en la peluquería te daban una bata de papel que extraían pulcramente de una bolsa, en teoría cerrada. Cuando la gente se iba y se quitaba la bata, la chica que me había atendido en primer lugar, recogía la bata y la echaba al suelo del armario, de cualquier forma. Pensé que era una manera incómoda de ir recogiendo... pero también supe después el por qué de esto...
Tras la confrontación peligrosa con la clienta de mi lado, las aguas parecieron volver a su cauce un momento y me vi otra vez en mi sitio... eso sí, con la bolsa de Vera y su valioso contenido a mis pies. Fue entonces cuando reparé en que todas las peluqueras tenían cerca de ellas una bolsa de deportes, o un maletín, las más sofisticadas.
Me di cuenta de que la tal Vera era poco estimada, la miraban mal, y sonreían a mi peluquera, Zintia, como diciendo…
– vaya paciencia que tienes...
La verdad es que Zintia parecía eso: pacífica por encima de todo. Cada vez que le pedía algo a Vera se lo pedía por favor, e inmediatamente le daba las gracias, como le ocurrió al pedir el secador (-sólo es para quitarle el agua – explicó) dándole las gracias incluso antes de tenerlo en la mano; de lo que deduje (porque en esto de deducir soy muy buena, la verdad) que el secador también era propiedad de Vero (trabajar allí era una forma “fina” de hacer pesas, teniendo que llevar todo eso encima…)

A partir de aquél momento algunas peluqueras según iban acabando se iban yendo. Parecían fantasmas, ahora las ves, luego no; de pronto iban arregladitas... y al instante desaparecían. Se iban así, sin más, sin comentarios ni despedidas, como clientas insatisfechas que deciden escapar antes de que sea tarde. Por lo demás, esto mejoró enormemente la situación, a menos gente más espacio.
Me cambiaron de sitio. Bueno, en realidad me cambiaron varias veces de sitio, al parecer Zintia iba colocándose cerca de las pertenencias de las otras, porque allí no parecía haber nada comunitario.
Para distraerme concentré (vale, bueno) “seguí concentrando” la atención en el entorno... Vi cómo del armario se recogían las batas que habían sido tiradas a un rincón y ¡se colgaban en perchas!, aunque eran de papel allí no se tiraba nada.
La “relaciones públicas” que me había atendido en primer lugar también era la encargada de cobrar, lavar cabezas y atender el teléfono, pero no tenía problema alguno, y el teléfono no rechistaba por tener una blanquita corona de espuma.
Francamente, me sentí como si estuviera en un pueblo perdido de la mano de Dios. Miré al suelo por no ver, pero vi otras cosas….¡montones de pelos!... no sólo los pelos que se caen buenamente cuando estás peinando, también otros... el batiburrillo de pelos que forman una pelota en el cepillo y que flotaban por el suelo como los pelusones que solemos ver en las películas del Oeste... El aire del secador de al lado no sólo me levantaba a mí mi babero sino los pelos caídos en cualquier parte y que amenazaban con subirse a mis pies (aunque lo tenían dificilísimo la verdad)
Volví a la chica de la caja. Su mueble no estaba mejor que el resto, cogido con celo como para sostenerlo mantenía sobre él un ordenador (una antigualla). No habría estado mal si no hubiese sabido (porque lo había oído) que estaba estropeado y no funcionaba.... así que no podían hacerte la ficha en condiciones...
Habían pasado ya unas tres horas, y francamente no encontraba nada que pudiera mirar, apenas podía concentrarme en la lectura, y estaba agotada. No podía dejar de pensar en todo tipo de bichito encantador que se paseara por allí a sus anchas, si así se le antojaba.
Cuando me miré en el espejo... estoicamente contuve un grito, el pelo estaba negro y, por cierto ¿dónde estaban las mechas? Cuando se lo comenté a la chica me dijo que – había un montón de mechas, pero había querido dar un tono más natural.
¡Y tanto! No había quien las encontrara.... Esto no era en absoluto lo que yo había pedido (¿o sí?) pero suponía un cambio de look al fin y al cabo. Lo bueno de los cambios es que nos permiten volver a lo de siempre pero pletóricas de felicidad.
Sí me extrañó mucho los pingajos que iban quedando después de pasar las tijeras... mechones cortos con otros mucho más largos…. ¡lo peor estaba por llegar!
Y llegó esa misma tarde en mi casa cuando intenté “peinarlo” yo!._

* “Elena Danegui” evidentemente no existe (si existe yo no la conozco) pero no he querido ofender la sensibilidad de nadie dando el nombre de la peluquería que, sin duda todas conocemos. Por cierto, el hecho (algo exageradillo quizás) es verídico.

Candi

LES CONSEQÜÈNCIES

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".......i em va deixar."

Pi

martes, 3 de marzo de 2009

TUS RECUERDOS

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En la inmensidad de la noche
tus recuerdos alegres, errantes
buscan dónde refugiarse
dónde vagar tranquilos sin que nadie los estorbe…

En la inmensidad del día
caminan y se esconden en tu presencia
para hacerse, en tu ausencia…¡soñadores!._

Iris

NO ES

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Lo ves, lo miras... lo estás mirando... Sé que es importante recordar este momento... Se está vistiendo, intenta aparentar calma, pero sé que tiene prisa, antes le vi mirar el reloj mientras apoyaba el brazo en la frente, disimuladamente, eso sí, porque sabe que me molesta, a fin de cuentas ¡este es “nuestro” momento! Pero ya no tiene tan buena vista y tuvo que mantener los ojos clavados en la esfera del reloj demasiado tiempo. A mí me pasa igual, ¡ay qué ver!! ¡que vértigo da!! te sientes vieja de pronto, aunque lleves mucho tiempo sin ser joven...

Lo miras... y lo miras así, con calma, con parsimonia, suavemente... No vas a soltar ningún reproche y ¡mira que siempre te cuesta mucho trabajo! Siempre tienes que hacer un esfuerzo por controlarte, por no decir nada, por no quejarte... pero hoy no, ya no. Quizás antes, hace unos minutos habrías dicho algo, lo que fuera, pero ahora ya... ahora ya sientes que es muy tarde, que da igual, y te preguntas...¿en qué instante comenzó a dar igual? ¿cuándo ha ocurrido...? tu mente corre rauda a ayudarte... no dice nada, o mejor, lo dice todo sin emplear ni una sóla palabra, emplea su lenguaje, las imágenes...

Tu mente retrocede... Sonó el teléfono, viste el número y el corazón te vibró en la garganta. Contestas.. sí, no hay duda, es su voz, persuasiva, dulce, como una caricia....

La mente no puede repetirme las palabras, las ha almacenado tan hondo que no las encontraría, pero no las necesito, sé lo que estoy sintiendo... ¡emoción! pura y simple. Diría a todo que sí, no lo diría tan rápido pero da igual, estaría esperando el momento más indicado para dejar caer, casi con languidez, un típico – bien, o – vale

Las siguientes imágenes saltan de un escenario a otro, la ducha, el armario, el lavabo, el espejo, el zapatero, el bolso, ¿lo tengo todo? seguro que no.. con los nervios!!

Y es que está muy ocupado, es un hombre ¡ocupado! Eso es lo que más admiro de él, su vitalidad, lo que en otro sería estrés, ansiedad, no estar a gusto en nada... en él es vitalidad, acción y a mí me encanta la acción porque yo soy del grupo apático y como mucho ansioso, así que las personas con esa vitalidad, supuestamente bien dirigida, me dan verdadera envidia, ¡no es para menos!

Y ya estoy allí, le abrazo fuerte, desesperada! (aunque intentando que no se note, no es cuestión de asustarle) ¿Cuánto tiempo he deseado esto...? Charlar, tomar una copa mientras compartimos nuestras vivencias, mientras reímos por las anécdotas... Lo he esperado tanto que me duele todo el cuerpo.... Sus ojos me miran, me halagan, me seducen!
Estoy tan ansiosa como un perrillo jadeante haciendo vaivenes con la cola.. vale, yo no tengo cola, no importa, estoy, sencillamente, feliz, encantada! ¡Ha podido sacar un rato para estar conmigo! ahora podremos hablar con calma - ja, ja, ja... le contaré lo que me pasó el otro día y se partirá de risa... ya lo estoy viendo...

¡Lo estoy viendo! Se está vistiendo, se quedó dormido al poco rato y no pudimos hablar de nada. Parecía dormido, no sé, quizás lo aparentaba.. una lástima porque lo del otro día era muy gracioso!! Pero se ha pasado el momento, ya no tengo ganas de decir nada, de contar nada, a fin de cuentas eso lo dejo para mis amigos.. para las personas con las que comparto mis experiencias buenas o malas... porque ellos siempre tienen oídos...
Ya me he vestido y voy al salón a tomar una copa que él no me ha ofrecido. Hay confianza claro, si quiero una copa no tengo que esperar a que me la ofrezca, eso es lo bueno de conocerse hace tanto tiempo, muchas cosas se dan por dichas y sabidas, no es necesario gastar palabras...

- Date prisa, se me ha hecho tarde...

Y yo lo miro, lo sigo mirando del mismo modo... ausente? indiferente...? ajena...? distante...? ¿No es la misma frase que dijo el último día..? a decir verdad... ¿no es la misma frase que ha dicho en todas las ocasiones...? Le sigo mirando, él piensa que me siento defraudada, quizás; a veces los demás consiguen ver mejor a través de ti, que tú misma.

En realidad no pienso, comparo, comparo la misma situación en otros momentos, en otros días... de nuevo con imágenes, claro, mi mente es muy parca, y sabe que soy muy bruta si me enfundo en filosofías, me habla como a los niños, con imágenes, pero esas imágenes que evoca no son las mismas que están ocurriendo ahora...mi actitud, hoy, no reprocha, ni siquiera intenta seducirle, alargar el momento, retenerle un poco más a mi lado...Él Insiste, me apremia, es una persona tan ocupada...

Una extraña sensación se apodera de mí, y siento ¡que ya se fue!, que se fue hace mucho tiempo, que yo seguí yendo a la cita, aunque él no estaba allí..., y que hoy, por primera vez, no estoy yo...

Me pregunto cuando ocurrió, de qué modo ocurrió... y sobre todo me pregunto cómo no lo supe.. cómo no me di cuenta... Le estoy mirando a los ojos y no siento nada... ¿cuándo ocurrió...? Debió ser hace un segundo, de nuevo mi mente derrocha imágenes: el tropezón con el armario, el cambio de modelitos...No es necesario, lo he entendido y ¡sí, caramba!, debió ocurrir hace nada, segundos, minutos... ¿fue cuando dijo que esa tenista tenía un cuerpo maravilloso y yo pensé en Brad Pitt...? ¡mi primer engaño en tanto tiempo...! Sus ojos me miran, su azul verdoso me mece en agua. Es un color maravilloso que yo decía que me serenaba... ¿o me serenaba su ceñuda fijeza que confundí como profundo interés?

Doy un respingo. Vuelvo en mí. Respiro hondo en un suspiro que me sale del fondo de las entrañas y que reconozco también de otras ocasiones. Cojo el bolso, me acerco, y le beso en la mejilla, de paso, de soslayo, tengo prisa, mucha prisa de pronto. Acelero el paso y en cuanto abro los ojos estoy en la calle con mi fiel cigarrillo, apestoso, en la mano... ¡qué dicha!. Y camino ya sin ninguna prisa mientras pienso... ¿en qué momento dejó de ser un hombre ocupado para ser un egoísta redomado? ¿en qué momento dejó de ser persuasivo para ser tramposo? O ¿en qué momento dejaste de ver tu sueño y viste la realidad tal cual?

Sólo entonces, por primera vez oigo palabras, suenan dulces y tristes, posiblemente han estado ocultas en mi cerebro, esperando, como yo esperaba mi cita, para decirme......– esto no es lo que quieres... no importa cuándo o cómo ocurrió, ni por qué ahora y no antes... sencillamente...ni él es lo que amas, ni esto es lo que quieres._

Aletheia