lunes, 12 de enero de 2009

La función

Poco a poco, empiezo a apreciar un murmullo que, conforme va aumentando, logro distinguir como una suave melodía interpretada por un grupo de trompetas.

Se enciende una luz tenue y, en el gran escenario, sólo se distingue, ligeramente situada a la izquierda, una figura humana sentada en un taburete alto.

Según mis ojos se acostumbran a la luz, la figura se convierte en un hombre, alto, más bien delgado, de unos treinta y cinco años. Lleva el cabello, corto y castaño, bien peinado hacia atrás. En el rostro, pulcramente afeitado, destacan una prominente nariz y unos labios demasiado finos. Va vestido con un jersey negro y grueso, de cuello alto, unos pantalones vaqueros algo desgastados, y unos zapatos, negros también, y brillantes.

La música cesa, y el hombre se levanta del taburete alto lacado en negro. Se acerca al centro del escenario, despacio, como si flotara arrastrado por una marea invisible. Fijando por primera vez su vista en el público, abre su boca de labios finos, y una voz varonil llena el espacio.

“No voy a hablar de mi vida, que seguro a ustedes no les interesa. No voy a interpretar un monólogo humorístico, no es el fin que persigo hacerles reír. Tampoco voy a disertar sobre política, guerras, derechos o causas nobles, no quiero hacerles llorar.

En realidad, no voy a hablar en absoluto durante la mayor parte de la función. Lo que quiero es que escuchen su interior, que se encuentren solos, en oscuridad, en silencio, sin importarles lo que existe a su alrededor. Un diálogo con ustedes mismos tendrá lugar en sus mentes.”


El hombre vuelve, con igual lentitud, al taburete alto, se sienta, y la luz se apaga.


Luis Zamarreño Cosme. Ejercicio para taller de escritura.