martes, 17 de marzo de 2009

EL AMOR ERA ESTO

.
Nos conocimos en el café Festa del Sol, cerca de la playa; a finales de Marzo del año pasado. Yo administraba el lugar hacía un par de semanas. La verdadera dueña, una vieja amiga, había tenido que abandonar el trabajo por problemas familiares y me había ofrecido un turno que acepté en tanto duraran mis vacaciones. Ahora puedo decir que era un trabajo agradable.

La marea urbana traía toda clase de personas a lo largo del día. No se trataba de un lugar exclusivo ni especialmente lindo, pero podíamos tener desde intelectuales rezagados hasta grupos de colegas al salir del trabajo, estudiantes, hombres y mujeres solitarios. Había cierta gracia en verles a todos desde el fondo del mostrador. En medio de mi aburrida posición de mero vigilante del orden, me daba tiempo de reconocer a algunas personas, y al mirar sus caras, advertir si eran tristes o felices; y si me encontraba inspirado, hasta podía entrever el motivo de sus sentimientos: si se trataba de un corazón roto, de un buen o mal día en el trabajo o algún asunto de familia. Cada expresión tiene su particular forma de dibujarse en el rostro y había aprendido a reconocerlas.

Y así fue como te conocí un día, Lucie. Te vi por primera vez un miércoles a las seis de la tarde, poco antes de acabar mi jornada. Era el comienzo de la primavera y lloviznaba, al punto que podía notar el ligero rocío en tu cabello. Llevabas gafas oscuras que te quitaste al entrar y un pequeño cuaderno que no dejabas de mirar como si fuera el mapa de un tesoro. Sin mirarme siquiera, caminaste hasta el fondo del café, todavía vacío, y recorriste el lugar con la mirada hasta fijarla en una repisa junto a una mesa. Entonces, para mi completa sorpresa, te vi sacar un libro del cajón más bajo como un mago que saca un conejo de un sombrero. Lo miraste con ternura, como a una criatura perdida a la que dieras cobijo, acariciaste su lomo, lo apretaste con ambas manos y te sentaste a mirarlo concentrada.

Por tu expresión, supe que no eras infeliz. Parecía que no necesitaras de nada más y que aquel objeto hubiera acabado de alimentar tu espíritu. Poco después, al ver pasar a una de las camareras, levantaste la mirada y le pediste un expreso. En ese momento supe que tenía que conocerte, no sólo por la curiosidad que me provocó tu entrada sino porque me gustaste de inmediato. Si alguna mujer deseaba conocer en mi vida, era alguien que supiera tratar los objetos, en especial los libros, con la delicadeza que te vi hacerlo. Entonces me tomé la libertad de llevarte el café y sentarme en tu mesa. Nos sonreímos y hablamos del libro que estabas leyendo; era una vieja edición de El Sabueso de los Baskerville, te pregunté cómo lo habías encontrado, y me hablaste de algo llamado Bookcrossing que formaba parte de tu vida hacía tiempo. Ninguno de los dos tenía la esperanza de encontrarse con alguien ahí, en particular tú; como buenos amantes de la soledad ambos habíamos aprendido a ser felices sin depender de la presencia de los demás, o eso creíamos. Pero aquel día había ocurrido una especie de milagro y nos mirábamos sorprendidos. Charlamos hasta muy tarde ese día, pronto se hizo de noche y tuvimos que separarnos. Quedamos en vernos, sin embargo, dos días después, y así fue que pude conocerte más profundamente.

En el lapso de unas semanas nuestras vidas fueron encontrándose cada vez más intensamente, y ambos nos sentíamos como dos planetas solitarios en medio de la negrura del universo que se encuentran de forma tan casual como afortunada, atraídos incesantemente por una gravedad muy dentro de nosotros. Quedar a solas los fines de semana, en tu piso o en el mío, era toda nuestra felicidad; leer del mismo libro o mirar Desayuno con diamantes un sábado por la noche en el sofá, la mejor forma de pasar tiempo juntos. Pasamos el año nuevo así, sin parar de hablar y hacer planes como un par de arquitectos que van diseñando los cimientos de la casa en la que habrán de vivir, mientras a nuestros oídos llegaban los festejos desatados del resto del mundo que nos parecían una vulgaridad. A veces, cuando los silencios se prolongaban demasiado, solías preguntarme, - Nunca me harás daño, ¿verdad? - Jamás, te respondía yo, y espero que tú tampoco. Luego suspirabas y hundías tu cabeza en mi pecho.

Con el tiempo, tuvimos dificultades, pero a pesar de tus errores y los míos, sabíamos que había algo importante entre nosotros y habíamos aprendido tanto el uno del otro que casi podía reconocerme en ti. Era esa cualidad llamada influencia que nunca había sentido antes. Mi melancolía, cultivada pacientemente tras largos años de tranquila soledad, era según recuerdo lo que menos te gustaba de mí. La encontrabas peligrosa, como un mal presagio, contraria a tu habitual entusiasmo a prueba de todo. Con el tiempo, sin embargo, también aprendí de tu optimismo y supe olvidar los fantasmas que me asolaban. Podía decir que era completamente feliz, como nunca lo había sido. Cometí el error de pensar, incluso, que lo que teníamos no podía acabarse nunca. No me advertiste, querida, que incluso el optimismo tiene sus límites, que no todo es posible y que la fuerza de voluntad no era precisamente uno de tus fuertes.

Ocurrió que de un momento a otro empecé a sentirte rara, apenas hablabas y me rehuías. Dejamos de vernos, de hablarnos, y mi teléfono enmudeció por completo. Supe de inmediato que algo andaba mal y no tardaste en confirmarlo tras varios días de lamentables ambages. Quedamos por última vez en el mismo café donde nos habíamos conocido. Entonces me dijiste, tranquilamente, que te habías enamorado de otro, alguien que, para mis adentros, me figuré que supo ser mejor que yo y quizá sabrá hacerte más feliz. Con todo, no pude evitar enojarme, molesto por el tiempo que te habías demorado en decírmelo o, incluso, ocultándomelo. El amor nos vuelve estúpidos. Quizá quise sacar explicaciones donde no las había, tratando de comprender qué fue lo que falló en nuestra relación como si se tratara del mecanismo de un reloj que pudiera componerse de un día a otro. No soy especialmente bueno para juzgar bien los sentimientos de los demás. Me molesté, perdí la razón, no entendía nada. Tampoco lo tomaste a bien y decidiste borrarme de tu vida y me molesté aun más. De pronto había dejado de existir para ti, ¿cómo era posible eso? Aún ahora, no sé qué falló, o quizá no fallo nada, y soy yo el que no entiende cómo funcionan estas cosas. Hace unos días, en la televisión sonó una canción de Jeff Buckley y finalmente comprendí lo que quería decir con el amor es un frío y roto aleluya: El amor acaba, sin más, y suena tan simple pero cuesta tanto asimilarlo en medio de las balas.

Antes de Lucie yo pensaba que el amor era la alegría de saber que alguien existe. Tras algunas experiencias caóticas se había convertido en eso. Podía estar tranquilo sabiendo que alguien pensaba en mí, como si se tratara de una unión transparente que no invadiera mi soledad ni poseyera mi alma, todo por el miedo a ser lastimado. Pero ahora ya no puedo sentirme igual ni por asomo, es como si hubiese vivido en una hermosa ciudad que habiera tenido que dejar por la fuerza y de improviso, dejando tiradas las maletas, las postales y las fotos. Con el paso de los días la frustración se diluye, es verdad, junto con la ira y la pena, pero eso no es lo importante. Se va entendiendo lo que ha ocurrido, pero se lamenta que en el corazón de alguien pueda almacenarse todavía algo de rencor hacía el otro, y es algo que tenemos que quitarnos de encima porque es un escozor que no nos deja en paz y nos ata al pasado. Me inquieta la idea de odiar a alguien definitivamente como si todo lo que me hubiera hecho fuera daño, cuando sobretodo hubo momentos en que tuvimos felicidad, alegría y parecía que todo iba a salir bien. Incluso que alguien piense que todavía le odio, me intranquiliza. La vida se me hace demasiado corta para tener una prisión imaginaria de compañeros, amigos, amantes, que por el hecho de ya no serlo no podré volver a mirarles a los ojos ni decirles: ¿Cómo estáis? Espero que seáis felices ahora.

Quisiera terminar esta historia diciendo que un día volvimos a tomar un café e hicimos las paces, aunque ya tuviéramos rumbos distintos, porque con lo difícil que es la vida uno esperaría que en el arte las cosas salieran un poco mejor, ¿verdad?, por esa razón que amamos tanto los finales felices. Pero no fue así y no sé si vaya a suceder. Nuevamente estoy en Festa del Sol por vacaciones, el mundo sigue girando, la vida se mueve. Mientras espero que pase la llovizna sentado junto a la puerta, en la radio suena Friday, I'm In Love de The Cure. La música penetra mis oídos y me hace sonreír con ganas, antes de salir por el periódico. La primavera ha comenzado otra vez y afuera hace un día estupendo. El aire a mi alrededor viene impregnado de la agradable fragancia de la lluvia. Me siento animado de pronto, como si fuera a encontrar amor a la vuelta de la esquina, en cualquier parte. Pero esas cosas, desde luego, nunca se saben; y una vez que llegan, sabes que se irán, dejando sólo recuerdos y esa sensación de que el amor no era esto, que aunque me cueste tanto, tengo que aceptar.

Sí, el amor era esto.

Ariel

6 comentarios:

Anónimo dijo...

"Lo que no supimos decir nos dolerá eternamente y sólo el valor de un corazón abierto podrá liberarnos de esta congoja", esto iba a ir de epígrafe, pero no, así está bien.

Anónimo dijo...

Percibo un intento de final a lo Annie Hall? Hubiera estado bien también.

Anónimo dijo...

Ya, pero no soy Woody Allen y sería poco original...

Anónimo dijo...

no es que esté mal al contrario, es fluido y la idea central queda clara. solo que me recordó al Allen que decía "necesitamos los huevos" :)

Anónimo dijo...

Vale, si tú lo dices...

Oye, ¿vienes del foro?

Anónimo dijo...

pos si, hasta participo en el concurso :) pero solo por colaborar. no espero ganar nada, mi cuento no es de los mejores.