miércoles, 11 de marzo de 2009

EL PASO DEL TIEMPO

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Aquella mañana, cuando llegó a abrir su perfumería, encontró el escaparate tapado por una fea capa de carteles publicitarios.

Renegando, abrió la puerta, llenó un cubo de agua, buscó algo para raspar, arrancó los carteles renegando y, renegando, dejó los cristales limpios y relucientes. Seguro que habían sido esos emigrantes, que trabajan por cuatro perras en lo que sea y hacen las cosas de cualquier manera. Luego, tiró el agua sucia y se sentó tras el mostrador, rodeada de colonias, jabones, clips para el pelo, espumas de afeitar, cepillos, pasadores y todo tipo de fruslerías, dispuesta a atender a la clientela. No era un gran esfuerzo, compuesta como estaba por unas pocas señoras mayores que llevaban comprándole peines desde que se estableció en el barrio, de esto hacía casi treinta años, y que le daban conversación, si no grandes beneficios. A las siete, como todas las tardes, echó el cierre y se marchó a su casa. Para entonces, casi había olvidado el incidente de los carteles.

Pero al día siguiente volvió a recordarlo. Porque alguien había vuelto a empapelarle el escaparate. ¿Cómo era posible? Con meticuloso rencor, volvió a dejarlo todo limpio, sin rastro de papel ni cola de pegar. Después, como todos los días, se dispuso a atender a sus pocas y fieles clientas.

El siguiente día se repitió el disgusto y la limpieza. Como si ella, a su edad, tuviera energías y fuerzas para hacer semejante trabajo, qué vergüenza, tener tan poca consideración con una señora, a ver si no podían irse con sus cartelitos a otro lado. Lo mismo sucedió el día siguiente, y el otro, y el otro. Al principio, trató de averiguar quién le tapaba el escaparate, pero, aunque había madrugado, aunque había sacrificado alguna hora de sueño para acercarse por la noche para pillarlo con las manos en la masa, nunca había conseguido ver a nadie. Lo comentó con sus viejas parroquianas, pero ellas apenas le contestaron con alguna frase hecha sobre lo mal que estaba todo en estos días, o hablando de los muchos dolores de que disfrutaban o de lo mal que educaban sus nueras a los niños. Así que acabó dándose por vencida y pasó a considerar la limpieza diaria una rutina molesta.

Lo malo es que la capa de carteles cada vez parecía más espesa y era más difícil de arrancar. No se explicaba por qué, pero eran carteles amarillentos, que desprendían polvo sólo con tocarlos, parecían cada vez más viejos. ¿Quién podía ser el perturbado que se entretenía en pegar carteles que se caían a pedazos? Así, cada día se sentía más cansada cuando se sentaba, al fin, frente al mostrador, rodeada de sus mercancías de toda la vida. Para peor, cada vez le costaba más abrir la cerradura de la puerta. Debía ser por el cansancio, claro, dormía mal, el trabajo extra con los carteles cada vez le quitaba más energía, ella ya no estaba para esos trotes.

Hasta que una mañana, la cerradura se negó en redondo a todos sus esfuerzos. La llave no giraba, y los dedos se le quedaron manchados de óxido cuando forcejeó con ella. ¿Qué hacer? Miro a su alrededor, desorientada, reparando más que nunca en la sucia capa de carteles con que, como todos los días, le habían tapado el escaparate. Al fin, se atrevió a dirigirse a un muchacho, pidiéndole que le ayudara a abrir, anda, hijo, se ve que yo no tengo fuerza. Él la miró extrañado, y ante su insistencia intentó una excusa que ella no llegó a comprender. Siguió porfiando hasta que el muchacho tomó la llave y la introdujo con dificultad en la cerradura. Le costó un rato de esfuerzo y sudores, pero, al fin, consiguió entreabrir la puerta. Le devolvió la llave con una amplia sonrisa de triunfo: ya está, señora, pero vaya si me ha costado, claro, ya se ve que llevaba mucho tiempo sin abrirse. Ella se puso a rebuscar unas monedas en el bolso, que él rechazó con un gesto amable, no ha sido nada, señora, mientras se marchaba calle abajo. Empujó entonces la puerta, que aún se resistió un poco a sus esfuerzos antes de ceder, con un ruido desencajado.

Miró, sin comprender, el oscuro interior, poblado tan sólo por algunos folletos de propaganda amontonados contra la puerta y por el polvo, años de polvo y telarañas. Tirada en un rincón, la silla rota y al fondo el mostrador, ya más astillas que otra cosa, con el cristal rajado y un par de viejos peines olvidados por el tiempo.

Madelin Usher

4 comentarios:

Es secretu dijo...

El primer dia li entra en la botiga la Carmen Polo en persona. Què es veu des de dins quan es mira a través de l'aparador?

y digo yo dijo...

Ah, claro, doña Carmen. Eso explica la calamidad que se abatió sobre la pobre propietaria de la tienda. Qué pena, una señora tan seria.

La pregunta me da yuyu, Es Secretu, no me atrevo a contestarla...

Anónimo dijo...

Me ha gustado mucho, enhorabuena a su escritor :)

Ayhesa dijo...

Un relato escalofriante...