jueves, 5 de marzo de 2009

¡QUE SE CALLE, SEÑORA!

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-¡Y siempre me acuerdo de los cumpleaños de mis hermanos! ¡Y son siete, conste... Bueno, conmigo ocho!

Era imposible no oír la conversación que la mujer, sentada en los primeros asientos, mantenía con el conductor del autobús.

En aquel momento recordé la frase que mi hija, días antes, me había comentado cuando ambas, también en el autobús, escuchábamos atónitas:

-La pared del salón que da al jardín mide seis metros quince, pero, desde la esquina de la chimenea al ventanal hay tres sesenta, así que como la ventana es uno cincuenta, tres sesenta y uno cincuenta son cuatro setenta metros... Como ves, en esa otra esquina cabe justa, justa, la mesa del Ikea que le gusta al Pepe. ¿A que no queda bonito, Rosi?

Y sin dejar hablar a su interlocutora, ella misma respondía:

-No, no queda bonito, así que voy a hablar con él esta misma tarde y le voy a decir que de muebles de diseño ná, que lo mejor es lo clásico de toda la vida. Porque sí, porque viste más y hay medidas de todas clases. Que a estos vikingos hay que comprarles lo que ellos disponen y ná más.

¡Que a mi madre, Rosi, todavía le duran los muebles de Valverde del Camino!

En aquel momento mi hija y yo nos miramos y, acercándose a mí, me dijo con un tono de voz susurrante:

-Lo mejor en estos casos es el ‘emepetres’, mamá. Lástima que me lo dejé en casa.

Y era cierto. Mi hija llevaba razón: lo mejor para lo que se avecinaba con la señora de los tantísimos cumpleaños iba a ser el ‘emepetres’. Bueno, en mi caso la radio con auriculares pero... ¡lástima, me la había dejado en casa!

-Que soy la primera que, cuando llega el día, los llamo por la mañana temprano. Vamos, que en los cincuenta y dos años que tengo de vida, jamás he olvidao un cumpleaños de ninguno; ni de las mujeres ni de los maríos.
Me disponía a sacar el libro que llevaba en el bolso cuando pensé que mejor no lo hacía porque de nada me iba a servir con aquel torrente de voz martilleándome los oídos.

-De los niños ya no, porque... ¡son tantos!- Y seguía...

-Menos de las cármenes, que de esas de todas me acuerdo.... Que hay unas pocas en las niñas, no te creas, por aquello de que se llaman como la abuela... Ya sabes, mi madre. Y mi hermana la mayor, que también se llama Carmen- Y continuaba con un tono que a mí me parecía cada vez más estridente.

-Pues, verás, te voy a decir cuántas hay: primero mi Carmen, la que te he dicho que es la mayor, y su hija; mi Elo tiene a la hija y a la nieta,... ¡más bonita!; mi Serafín tiene otra pero está en Australia, que hay que ver lo lejos que se ha ido la niña con lo bien que se vive aquí, y mi Patro que tiene otra. ¡Ah, y la mía! ¿Siete, no?.... ¡Ah! Y mi madre - Y seguía...

-Así que, fíjate tú, cómo se celebra el día del Carmen en mi casa. ¡Vamos, por tó lo alto!

-¿Y de mi padre? ¿De mi padre me voy a olvidar yo con lo viejito que está ya el pobre? Ochenta y ocho ha cumplío hace un mes, el veinticuatro de enero, San Francisco de Sales, y está mú girocho, gracias a Dios. Tiene una cosa mala en el vientre ¿sabes?, pero no lo han querío tocar. Y yo lo veo bien. Irá p’abajo pero, total, al pobre, de todas formas es lo que le queda.

-¡Ay!- Suspiró larga y profundamente - ¡La vida, hijo, la vida!

El suspiro de la mujer y la momentánea parada del autobús produjo un instante de silencio, durante el cual mis ojos repararon en el minúsculo cartel blanco con letras en negro que decía “Prohibido hablar con el conductor” y que estaba colgado del enorme parabrisas del vehículo. “¡Ojala fuera de neón!”, pensé.

Un joven alto con abrigo largo, de aspecto anglosajón y con una enorme maleta de color negro, subió al autobús. Tras preguntar al conductor algo inaudible, se metió la mano en el bolsillo del pantalón, le dio unas monedas y sacó el billete de la máquina expendedora. Cuando se dispuso a sentarse, se oyó aquella voz ya conocida que entre risas le decía:

-Hijo, te lo tengo que preguntar: ¿Te habrás ido de casa pá siempre, no? Porque... ¡vaya maletón que llevas! Como cuando mi hermano, el cuarto, el que me sigue a mí,...

Ya no pude más.

Me levanté de un salto y deseando que el conductor no cerrara la puerta trasera, bajé corriendo del vehículo. Respiré profundamente, puse atención y escuché el ruido que producía la ciudad con su ajetreo habitual.

Automóviles circulando en todas direcciones, semáforos acústicos, sirenas de ambulancias e incluso el llanto de un bebé que iba en brazos de su madre, provocaron en mí un enorme sosiego.

Y así, envuelta en los sones de mi ciudad, continué feliz caminando hacia mi destino.

Narrador vital

2 comentarios:

y digo yo dijo...

Una buena mordaza también habría sido una opción.

Hommy dijo...

¡Qué identificada me siento!
Tanto en el autobús, como en el tren o en el metro hay gente que se comporta como si estuviera en su casa. Con la vergüenza que a mi me da cuando me llaman por teléfono que siempre me preguntan si me pasa algo por hablar tan bajito jajaja