viernes, 17 de abril de 2009

Desagravio

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(Lo anterior, era el artículo de hoy de Juan José Millás en El País. Lo que sigue lo escribí yo cuando retiraron la estatua que había en Madrid, junto a Nuevos Ministerios. Pero la anécdota es real)
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Alicia se detiene en la puerta del salón de té y observa el panorama, complacida. Suena un piano. Un leve rumor de conversaciones delata apenas la presencia de la distinguida clientela, que disfruta del ritual de la merienda. Una sonrisa se dibuja en sus labios cuando divisa a las hermanas, sentadas en una mesita junto al ventanal. Esboza un saludo, mientras avanza hacia ellas.

—Hola, guapas. ¿Lleváis mucho tiempo?

—No, mona, acabamos de llegar.

Una camarera, con uniforme negro y delantal blanco, impecables, se acerca, obsequiosa.

—Buenas tardes. ¿Qué tomarán las señoras?

—Té con pastas para las tres, por favor.

—Muy bien. ¿Desean leche, o limón?

—¡Leche, naturalmente! –exclama la recién llegada.

—Naturalmente, señora. Ahora mismo se lo traigo.

La muchacha se aleja hacia la barra, acompañada de la unánime reprobación de las tres damas.

—Ésta es nueva, ¿no? –pregunta Clara.

—Sí, hija. Yo no sé de dónde sacan a estas niñas, que no tienen idea de nada. ¡Mira que preguntar con qué queremos el té! ¡No pretenderá que lo tomemos con limón, ni que fuéramos albañiles!

—Y menos mal que es española –tercia Amelia-, porque en los comercios sólo encuentras sudamericanos o negros. O peor, los indios ésos que se ponen a vender pañuelos en medio de la calle, que está Serrano hecha un asco.

—Pues yo les he comprado alguna vez –interviene su hermana, ingenua— Total, son baratos, y quedan bien.

—¡Qué cosas tienes, nena, y yo también!, pero no se trata de eso.

La llegada del té impide saber de qué se trata exactamente.

—Está todo cada vez peor –dictamina Alicia, desalentada, mientras echa un vistazo a las pastas– La culpa es del Gobierno, naturalmente, que deja entrar a todo el que llega, y no paran de venir, claro, como que les da lo que piden y más… Dentro de poco –profetiza– los españoles de verdad vamos a ser minoría, no quiero ni pensarlo, nos acabarán echando de nuestra casa. –Vierte el té cuidadosamente en la taza y le añade una imperceptible cantidad de leche antes de probarlo– Vaya, está tibio, ya lo sabía yo.

–Se están perdiendo los valores –aprovecha Amelia la pausa para intervenir– Nos estamos olvidando de lo que ha sido España.

–Y de a quién se lo debemos todo, que así pasa lo que pasa –aclara Alicia, retomando su intervención y una pasta, al mismo tiempo.

–¿Qué pasa? –tercia Clara, despistada–

–¡Ay, hija, que qué pasa! Di más bien qué no pasa, que no hay nada que vaya bien, no tienes más que oír a D. Federico, que es el único que tiene valor para contarlo –Se queda un momento en silencio, rumiando tantas desgracias y continúa, antes de que Amelia logre abrir la boca– Por eso me tiene mala, pero enferma, ¿eh? lo de que quiten la estatua, es que no hay derecho, vamos.

—La de Franco, ¿no?

—Evidentemente, hija, la del Generalísimo, que parece que quieren que nos olvidemos de él, de lo que hizo por España. Cada vez que lo pienso, me enciendo. Con lo que hizo él por este país, que no quiero ni pensar qué hubiera sido de nosotros sin él. Qué desagradecimiento, les ha faltado tiempo para llevársela, qué pena, a mí me alegraba tanto mirarla desde el balcón, era lo primero que hacía cada mañana. Para más inri, ya veis, por orden de una niñata, habráse visto, Ministro de Fomento dicen que es, qué sabrá una mujer de obras públicas. El anterior, ése sí que era bueno, un muchacho tan competente...

Interrumpe un momento su verborrea para hacer un gesto imperioso en dirección a la camarera.

—Oye, trae un poco más de leche, y esta vez, que esté bien caliente.

—Bien caliente, si señora –replica ella, con retintín, ganándose una mirada furibunda.

—Tienes razón, son cosas que encienden a cualquiera –mete baza Amelia, mientras examina las pastas que quedan.

—Ah, no, pero yo me dije: esto no puede quedar así –recupera protagonismo la otra, aprovechando el proceso de selección—. Y decidí hacer algo.

—¿Y qué, fuiste a la manifestación, con don Blas? –se interesa Clara— Debió ser muy emocionante.

La interpelada asiente, mientras añade a su taza otra minúscula cantidad de leche humeante, recién traída por la camarera.

—Por supuesto que fui, yo la primera, desde luego, abriendo la marcha y con una bandera bien hermosa. –sopla el contenido de la taza, con el ceño levemente fruncido– Pero me pareció que eso era poco. Pensé: ante una cosa así, tan grave, hay que ser radical, como dicen mis nietos... ¡Bien desviados que me están saliendo!... Y la culpa es de mi hijo, aunque no esté bien decirlo, pero es que les consiente todo, es un blando. No se parece a su padre, que en gloria esté...

Amelia corta el recorrido por los cerros de Úbeda:

—¿Y qué era eso tan radical?

—Pues, mira –prosigue Alicia, un poco molesta por la interrupción— Me pareció que, si era preciso, había que utilizar las armas del enemigo. En sentido figurado –se apresura a añadir, al ver la mirada alarmada de Clara- Había que hacer algo que llamara la atención, y que durara mucho: una pintada.

—¡Una pintada! –se asombran las otras— ¿Tú, una pintada?

—Sí, señoras –asiente, ufana— Así que fui a la droguería de Celso, que tiene de todo, y además es de plena confianza, leal como quedan pocos, y le encargué lo necesario: esprais, guantes, un delantal de plástico, para no ponerme perdida... Él se quedó un poco asombrado, pero cuando le conté para qué era, se entusiasmó: “¡Qué gran idea, doña Alicia!, pero, ¿pensaba hacerla usted misma?” Y me dejó parada, porque, claro, pensándolo bien, no me veía yo con el esprai ése, que no sé ni cómo se maneja, y, además, no me iba a poner a trepar, porque una pintada, si no está alta, no luce. Pero él me dio la solución, es un encanto, ya digo: “No se preocupe, ahora mismo aviso al chico y, por una propinilla, se la hace”. Dicho y hecho: le expliqué al muchacho de qué se trataba y le ofrecí tres euros por el trabajo. Al principio puso cara rara y me dijo que tres euros era poco, pero le hice ver que esas cosas no se hacen por dinero, sino por afán de servicio a la patria y que, de cualquier forma, no pensaba darle más. Así que nos reunimos aquella noche junto a la estatua, y todo salió de maravilla. Bueno, salvo que el chico puso “Franco, no te olbidamos”, con be y es que, claro, cómo va a tener cultura un dependiente. De todos modos, la gente no se fija en esos detalles. Y entonces, qué fatalidad...

—¿Qué pasó?

La protagonista coge la última pasta, satisfecha de la expectación producida.

—Estábamos recogiendo todo para irnos, cuando aparece un coche de policía.

—¡No!

—¡Sí! Ya véis, qué vergüenza, tanto delincuente albanés como hay por Madrid, y los de la ETA haciendo lo que les da la gana, y ellos, hala, molestando a la gente honrada. Lo malo fue que el chico se asustó y el muy chivato les dijo que yo le había pagado, que no era cosa suya. Ay, qué diferencia con los falangistas de antes, tan valerosos... Uno de los policías me pidió el DNI y se puso a soltarme un sermón, que no se podían hacer pintadas en la vía pública y, menos aún, pagar a otro para que las hiciera. Me indignó, de verdad, y no me pude contener. Le dije: “usted no sabe con quién está hablando, mi padre fue alférez provisional, peleó en la Cruzada”. ¿Y sabéis lo que me contestó el mequetrefe? “Vale, vale, señora, ya nos lo explicará tranquilamente en comisaría”.

—¡Qué horror!

El aumento de decibelios del coro provoca una mirada curiosa de las mesas vecinas. En un tono de voz más comedido, pero no menos vehemente, Alicia continúa:

—Para colmo, por el rabillo del ojo vi que el otro policía se estaba riendo disimuladamente. Me dio tanta rabia que le pegué con la bolsa en la cabeza, con todas mis ganas, y como llevaba el esprai dentro, pues os podéis imaginar... Oye, que se enfadaron un montón y, quieras que no, me llevaron a comisaría. Un sitio horroroso, por cierto, no debían haberlo limpiado en la vida. Dos horas me tuvieron, esperando a que me tomaran declaración, un aburrimiento. Luego, me echaron otro sermón y me mandaron para casa.

—¡Jesús, como Juana de Arco!

—¡Si todos los españoles de ley se portaran así, otro gallo nos cantaría!

Ella sonríe con modestia.

—Oh, no fue nada, fíjate, qué es eso comparado con los sufrimientos de los que hicieron la guerra. Y si se creen que han podido conmigo, están muy equivocados, yo no me rindo: pienso seguir peleando. Total, ¿qué me van a hacer? ¿Van a meter en la cárcel a una pobre mujer de 64 años? Además, hay otra cosa: a vosotras tengo que contároslo.

Baja la voz, y mira a sus amigas, maliciosa. Las otras acercan la cara, para no perder palabra.

—Fue tan, pero tan... excitante.

Risita traviesa del coro. Alicia se acomoda bien en la silla, la taza de té entre las manos. No se sentiría mejor si hubiera conseguido un panteón a perpetuidad en el Valle de los Caídos.


Maite Capón

1 comentario:

Frantic St Anger dijo...

Es triste que aún quede tanta gente que piense como esas tres hermanas, pero hay que reconocer que me has arrancado unas risillas.

Muy bueno, Maite.