jueves, 6 de marzo de 2008

Real Sitio por María de las Mercedes

Décimosexto relato recibido

Título: Real Sitio
Autor: María de las Mercedes


REAL SITIO


Una mañana, te despiertas y no estás en tu habitación. Desde luego que no. Ésta es tan grande que toda tu casa cabría en ella. Los techos, decorados con frescos y guirnaldas, se pierden en la suave semipenumbra, muy arriba. Notas el crujido de las sábanas almidonadas al incorporarte, la frescura de algodón que te recuerda la infancia. Tus manos rozan una pesada colcha de seda púrpura.

Te levantas, y tus pies se hunden en la alfombra. Frente a ti, un enorme espejo, con un imponente marco dorado, te devuelve tu mirada perpleja. Un escritorio con la tapa de marquetería te observa desde un rincón, pero no te das cuenta porque estás buscando otra cosa. ¿Dónde estará el baño? Reparas, por fin, en una puerta medio disimulada tras una cortina de terciopelo. Sí, es un baño, antiguo pero en buen uso. Una vez resuelto tu problema más acuciante, echas un vistazo. Casi te da risa la enorme bañera, con sus patas de bronce simulando garras. Luego, te lavas las manos y te echas agua en la cara, buscando espabilarte un poco.

Al volver a la habitación, oyes un agradable tintineo: Sobre una cómoda, un reloj canta la hora. Dos ninfas doradas y desnudas hacen compañía a la esfera, rodeándola con sus brazos. Pasas suavemente el dedo por las delicadas curvas. Son las ocho. Suerte que haya un reloj, porque tú no lo llevas; de hecho, nunca lo llevas.

Entre los postigos de madera del ventanal, se filtra la claridad del día. Los abres, y te encuentras ante una plaza que no conoces. Una plaza enorme, espléndida, adornada con jardines clásicos bien cuidados, limitada por hermosos edificios. Te fijas en la estatua ecuestre que ocupa el centro, custodiada por cuatro leones. Notas, con disgusto, el gesto imperioso del brazo del jinete, que te da la espalda, detalle que agradeces. Su fea cara, sin duda, te habría estropeado el panorama, el trajín de primera hora de la mañana, que se despliega como un espectáculo en tu honor: niños camino del colegio, de la mano de sus padres; gente que marcha deprisa hacia el trabajo; algún jardinero podando los setos de boj; turistas madrugadores fotografiándolo todo. Te llama la atención un muchacho, con un libro en la mano, que se dirige a la estatua. Llega hasta el pie de uno de los leones, deja el libro oculto entre su trasero y el pedestal, y se marcha. Tu asombro crece cuando, un instante después, observas a una mujer que, tras mirar a su alrededor con disimulo, se acerca y rescata el libro de su escondite. La ves alejarse, con paso ágil en que te parece adivinar un aire de triunfo.

Decididamente, hay gente para todo. Te encoges de hombros y piensas que ya es hora de ver qué hay más allá de la puerta de la habitación. Sales, en pijama, y te encuentras en un amplio corredor alfombrado, con cuadros desde los que te observan personajes muy conscientes de su importancia. Sin hacerles caso, te diriges hacia el fondo, para encontrarte con una inmensa escalera monumental, inundada de luz del día. Bajas, sintiendo el frío del mármol en los pies. Estás pensando franquear la puerta de entrada y salir al sol de la plaza, cuando un olor de café recién hecho te hace cambiar de opinión. Siguiéndolo, tuerces por un corredor más estrecho, sin adornos, que termina en una puerta blanca abierta. Tras ella, descubres una enorme cocina, moderna y bien equipada. Encima de una mesa, está la cafetera humeante y una bandeja con tazas de porcelana. Llenas una, y el aroma se esparce a tu alrededor, haciendo más íntimo, más manejable, el espacio que te rodea. Te sientas a la mesa, disfrutando del silencio y el excelente café. Se te ocurre que sería bueno un cigarrito para acompañarlo, y eso que tú nunca fumas. Entonces, escuchas un llanto contenido, un sonido frágil, amortiguado por la distancia. Sales en su busca, hasta llegar a una puerta entornada. La empujas con suavidad, para no perturbar el llanto, que ahora se oye más nítido. La nueva estancia está decorada en colores suaves, parece la habitación de una niña. Frente a ti, sentada en una sillita, hay una muchacha. Va vestida con un complicado traje antiguo, cuyo escote hace que se te vaya la vista hacia los senos generosamente expuestos. Entre las manos, estruja un pañuelito de hilo. Piensas que es muy joven y muy bonita, lástima que esté tan triste.

Lástima, también, que su cabeza, con los graciosos bucles que rodean sus mejillas, y los bellos ojos azules llenos de lágrimas, esté separada del cuerpo, descansando en una bandeja de plata.

2 comentarios:

y digo yo dijo...

Esto es lo que trae ir a garitos que no son de confianza: te dan garrafón y luego pasa lo que pasa.

Es secretu dijo...

Y a mi que me parece que el autor se está copiando de la película llamada "El inspector general" -o algo así- de Danny Kaye, donde este actor hacía de la cabeza parlante egipcia (en bandeja de plata claro está).